Por Alejo Brignole
Hoy podemos hablar de una norteamericanización de la sociedad global, también denominada americanización, pues como parte de esa trasmisión dialéctica, los Estados Unidos han monopolizado el gentilicio de americano, relegando al resto de las naciones americanas a una suerte de subcategoría tácita. En Asia, a este proceso de influencia cultural y de estilo de vida lo califican de occidentalización. Fenómeno que implica un marcado acento en la estética, los usos y las costumbres exportadas desde el Occidente rico a través de múltiples mecanismos difusores, fundamentalmente económicos y culturales.
Es mediante estas vías que imponen los mercados y una producción cultural vasta y omnipresente -fundamentalmente estadounidense-, que se construye una nueva dialéctica americanizada. Desde la segunda posguerra se rediseñaron los protocolos globales y se hizo de manera manera dramática y en pocos años; los cambios culturales, en cambio, han sido paulatinos, pero firmes en sus avances.
Esta consolidación del modelo cultural estadounidense resulta un proceso altamente complementario con aquellos cambios jurídicos de la posguerra destinados a lubricar la maquinaria hegemónica que hoy prevalece. Inteligentemente, Estados Unidos siempre ha comprendido que es la batalla cultural la que finalmente decide el nivel de éxito o duración de la penetración económica y de otros órdenes fácticos. El éxito de Roma como imperium no estuvo sóolo en sus eficaces ejércitos ni en una administración jurídica organizada, sino en la pax romana, es decir en la romanización del orbe bajo sus propios parámetros de civilización superior, engendrados y aplicados por ésta. Fueron estos conceptos de imperialismo cultural, más que ningún otro mecanismo, los que afianzaron a Roma como la potencia dominante colonial durante más de cinco siglos.
De la misma manera, el neocolonialismo inaugurado en nuestra segunda posguerra encuentra su justificación y razón de ser en una supuesta superioridad civilizatoria estadounidense reafirmada militar y económicamente, que son los instrumentos visibles para que la construcción dialéctica, más sutil, se lleve a cabo. Es en esta construcción, en donde el mundo queda arrasado por un cambio de pensamientos, de estética y de ideas que validan una supremacía casi siempre indeseada y padecida, pero también muy imitada y validada en distintos ámbitos: desde el político y el cultural, y desde el militar hasta el filosófico y social. Labor convalidante que realizan los colonizados más exitosos –es decir, los más permeables– a las influencias colonizantes.
En la historia mundial y latinoamericana más reciente podemos citar casos de personas que han sido reflejo y promotores de actitudes colonizadas, es decir, agentes de transmisión de valores coloniales, pero que luego han percibido la realidad intrínseca de estos procesos alienantesy los han combatido con energía, convirtiéndose en opositores y verdaderos docentes de un pensamiwento descolonial.
En una serie de tres artículos vamos aquí a citar solo tres de estos casos personales que, por su alto valor ilustrativo, nos pueden ayudar a comprender mejor cómo actúan las influencias culturales alienígenas y la manera en que afectan la dinámica histórica y psicosocial de los individuos y por tanto de la sociedad a la que pertenecen.
En esta primera entrega nos referiremos a la novelista, ensayista y traductora argentina Silvina Bullrich (1915-1990), que a lo largo de su vida se identificó con espectros ideológicos heredados de su clase, para luego dar un importante giro en su pensamiento político y social, como también en su obra literaria más tardía.
De ancestros paternos alemanes y nieta del embajador portugués en Argentina por parte materna, Silvina tuvo una infancia acomodada, de periódicos viajes a París y cuyas primeras lenguas en aprender fueron el francés y el alemán -en ese orden- pues su padre, criado en Francia, había desarrollado una auténtica francofilia cultural que trasmitió como canon dentro del seno familiar, siendo esta una pauta colonizada transferida por la vía más inmediata y eficaz, que es la filial. De hecho, los padres de Silvina no le obligaron a aprender español hasta bien entrada su primera infancia, pues lo consideraban un aprendizaje postergable y de menor cuantía.
El matrimonio Bullrich y sus tres hijas –Silvina, Marta y Laura– vivían en un ambiente de clase privilegiada, rodeados de obras de arte que el padre coleccionaba y donde se entronizaba los europeo como epítome cultural. Dentro de estas categorías se principiaba lo francés y lo alemán, en detrimento de la herencia española, considerada retrógrada, pobre en diversos aspectos y de escaso gusto y refinamiento. Prejuicios reforzados por una etapa de la vida argentina –primera mitad del siglo XX– en donde oleadas de españoles analfabetos, embrutecidos por las carencias endémicas de un país al margen de Europa, bajaban de los barcos y contrastaban con una sociedad argentina en pleno auge, con una extensa clase media alfabetizada, culta y de gustos cosmopolitas.
Fue en esta visión eurocentrista, profundamente colonizada y ávida de aproximaciones a la cultura francesa, donde se formó la futura escritora. Y esta delectación francófila se reflejó posteriormente en sus primeros trabajos literarios. Traductora de Prosper Merimée, Guy de Maupassant, y Simone de Beauvoir, entre otros autores franceses, también publicó novelas más bien banales y sin pretensiones políticas o testimoniales significativas, todas ambientadas en la vida conyugal y en la problemática de la mujer burguesa argentina. La Tercera Versión (Buenos Aires, 1944), Entre mis Veinte y Treinta Años (Buenos Aires, 1946) e Historia de un Silencio (Buenos Aires, 1949) y la exitosa Bodas de Cristal, fueron ejemplos de esta literatura que le granjeó renombre y éxitos de ventas, pero que sería objeto de una gran autocrítica por parte de la autora en sus años maduros.
Fue precisamente en sus viajes adultos a París y a otras naciones ricas y centrales, donde Silvina Bullrich colisionó con el desdén y la ignorancia de todo lo que acontecía culturalmente en el sur del mundo. En esa París que admiraba con una visión culturalmente subordinada donada por su padre y su entorno psicosocial, y que ella sentía como una ciudad y una patria propias, Silvina acabó sintiéndose como un otro y no un nosotros. Como la hija bastarda de una Francia idealizada que no correspondía a esa construcción identitaria.
Como refuerzo a este sentimiento, sus frecuentes viajes internacionales por obligaciones profesionales, congresos y presentaciones de libros, terminaron por configurar, por comparación y análisis, una argentinidad que le había sido negada por educación y circunstancia. Una visión de sí misma que le hería profundamente en cuanto percibía un país degradado, carcomido y empobrecido por las mismas clases privilegiadas que le habían dado a ella su matriz humana y social.
Ya en la mediana edad, Silvina Bullrich se volvió profundamente crítica con el sistema general predominante al que –acertadamente– percibía contaminado de influencias coloniales: los golpes de Estado, el poder financiero al servicio de intereses estadounidenses y una clase política obsecuente a las injerencias intervencionistas y al expolio, fueron para ella síntomas de un mismo fenómeno de subordinación neocolonial.
Podríamos decir que Silvina Bullrich, tras esta crisis de madurez, abordó una síntesis que la condujo a una inevitable crítica de la realidad y la marcó con una alteridad que la redefinió como un otro para los de su clase, pero a la vez la trasformó en un nosotros más genuino y con raíces más seguras y profundas en su propia cultura.
Fruto de esta distopía cultural, que fue en realidad un renacimiento, Silvina Bullrich[1] publicó tres novelas que con el tiempo se conocieron como su trilogía sociopolítica: Los Burgueses (1964),[2] Los Salvadores de la Patria (1965) y Los Monstruos Sagrados (1971), en las cuales critica sin concesiones, a través de historias bien urdidas y amplios recursos estilísticos, a todo un sistema social que tiene en las oligarquías y en las visiones eurocentristas de estas clases, las fuentes del subdesarrollo y la dependencia.
El caso de Silvina Bullrich tiene el atractivo añadido de ser un ejemplo memorable, por cuanto era contemporánea y amiga de otros grandes escritores argentinos como Jorge Luis Borges y Manuel Mujica Láinez, ambos de clara raigambre culturalmente colonizada y que jamás hicieron defección alguna de esa condición, pues mientras Borges –hoy el más universal de los escritores latinoamericanos– era un anglófilo declarado, sin ideas políticas dignas de mención y refractario a toda manifestación nacional y popular; Manuel Mujica Láinez, escribía, hablaba y publicaba fragmentos de sus libros a veces en francés y abominaba también de una latinoamericanidad que le era ajena y distante en sus postulados.
Silvina Bullrich, en cambio, fue más allá de estos entornos alienantes y confrontó con su propio dilema cultural hasta encontrar nuevos caminos para construir su propia identidad. Al final de su vida declaró: “Cada vez me siento mejor en estas tierras y menos a gusto en el extranjero. Me duele demasiado que nos ignoren, que nos menosprecien, que nos juzguen, sin siquiera darnos la oportunidad de defendernos… […] Por Buenos Aires y para Buenos Aires escribo mis memorias. Para toda la Argentina quizás…”
Tal vez como parte de estas contradicciones que genera la colonización cultural y la lucha entre paradigmas idiosincráticos, Silvina Bullrich murió, al igual que Borges cuatro años antes, en Ginebra, Suiza, en 1990. Su obra hoy se halla descatalogada y la misma Bullrich declaró en vida: “”He cumplido con mi destino de escritora, lo que me reprocho es que ese destino no sea más grandioso y que no me haya esforzado más”. Sin embargo, su recorrido vital y el de su propio pensamiento sirven para una reflexión ontológica desde nuestro lugar latinoamericano, casi siempre vetebrado por los claroscuros que imponen las relaciones centro-periferia.
Continuará con: Tres casos de de transformación descolonial: el caso del abogado Mahatma Gandhi (parte segunda)
NOTAS:
[1] Su obra de teatro Les Ombres, fue escrita en francés.
[2] La obra resultó finalista en el premio Rómulo Gallegos, que finalmente obtuvo Mario Vargas Llosa con La ciudad y los perros.
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