Hermanos de sangre, el nuevo documental de Netflix que narra la amistad entre esos dos seres mitológicos que fueron Malcolm X y Mohamed Alí, es conmovedor y preciso.
Ajuzgar por la serie de cuatro partes, dirigida y producida por Ken Burns y transmitida por la televisión pública estadounidense, y por el estreno de Hermanos de sangre, dirigido por Marcus C. Clarke, parece que llegó la temporada de documentales de Alí.
El documental de Netflix no avanza sobre una tierra virgen —contamos con muchos documentales y ficciones que retratan, aunque sea brevemente, la amistad entre aquellos hombres y convendría mencionar Una noche en Miami, de Regina King—, pero la intensidad con la que representa esa compleja relación de tres años, sumada a los comentarios de Cornell West, de Rahman —hermano menor de Alí— y de las hijas de los protagonistas, son sin duda emocionantes.
Y, si vamos a ser sinceros, también son deprimentes. Una suerte de ironía trágica atraviesa el documental y no deja de acechar al espectador cuando termina la función. El relato de la amistad entre Malcolm X y ese deslumbrante joven campeón, conocido entonces por su nombre de nacimiento, Cassius Clay, animado fugazmente por su victoria olímpica romana, pero en el fondo afligido por su inevitable retorno a los Estados Unidos de Jim Crow, está centrado en la Nación del Islam.
A comienzos de los años 1960, la organización, en franco ascenso y situada por fuera de las instituciones supremacistas estadounidenses, incluida la segregada Iglesia cristiana de entonces, era un espejo que empoderaba a la juventud negra, pues devolvía el reflejo de una hermandad internacional y autónoma. Había sido el sitio donde Malcolm Little, sufrido y marginado hijo del reverendo Earl Little —linchado por apoyar a Marcus Garvey, nacionalista negro y panafricanista—, se había transformado en Malcolm X.
Con su extraordinaria oratoria, Malcolm X no tardó en conquistar un lugar de poder situado justo debajo de Elijah Muhammad, «el mensajero». Pero fue también esa lengua maravillosa y hasta cierto punto amenazante la que generó controversias en la organización. Malcolm X conducía a Cassius Clay hacia la Nación del Islam en el mismo momento en que la organización empezaba a recelar su liderazgo y a excluirlo.
Rebautizado Mohamed Alí, el campeón tuvo que elegir entre la indiscutida autoridad de Elijah Muhammad y su amigo, Malcolm X, calificado entonces de «hipócrita» religioso, cargo tan grave entre los fieles que merecía la pena de muerte. Alí eligió al «mensajero» y denunció a Malcolm X.
Muchos años tuvieron que pasar luego del asesinato del joven ministro religioso y de la muerte de Elijah Muhammad hasta que Alí visitó la Meca y descubrió eso que su hija bautizó «el verdadero Islam». Tarde seguía el rastro de Malcolm X, que en 1964 había peregrinado al sitio religioso, atestiguado la igualdad multirracial que pregonaban sus fieles compañeros y repudiado el supremacismo negro de Elijah Muhammad y la Nación del Islam. Los hijos de ambos protagonistas dan fe del enorme arrepentimiento que acompañó al boxeador hasta su muerte.
Es difícil no idealizar a dos personas tan increíbles como Malcolm X y Mohamed Alí, entretenidos como estamos con esas fotos blanco y negro eléctricas, que retratan el breve interludio durante el cual el campeón y el militante fueron amigos de fierro, especialmente las del festejo de la mítica victoria de Alí contra Sonny Liston en 1964. Como dice alegremente Cornell West, fueron «los negros más libres de su época».
El documental argumenta que la compleja vida de Alí fue simplificada en exceso y demasiado idealizada a causa del repliegue silencioso de sus últimos años. Cuando el párkinson atacó su lengua, no recibió más insultos de esos «que lo habían tratado como a un perro» durante sus años más polémicos, cuando el boxeador que arrojó célebremente el oro olímpico al río y sacrificó sus títulos por negarse a pelear en Vietnam, se ganó los apodos de Jetón de Louisville y Gases Clay.
Como sea, la desgarradora historia de amistad entre esos dos pesos pesados no deja de ser admonitoria. Hasta los personajes más intrépidos corren el riesgo de enredarse en la rígida ideología de esas organizaciones, a las que se unen buscando, justamente, la libertad.
Rahman todavía considera que la supuesta apostasía de Malcolm X contra Elijah Muhammad fue un error. Argumenta que, sin las enseñanzas de la Nación del Islam, su hermano nunca hubiese llegado a ser el campeón del boxeo y de los derechos civiles que fue, ni tampoco el franco antimperialista y objetor de conciencias en el que se convirtió durante la época de Vietnam.
Pero es evidente que Clarke, el director, considera que la moraleja del documental está en las revelaciones sobre los últimos años de vida de Malcolm X:
Los negros y los morochos que intentan hacer algo con sus vidas, que tienen una misión, que sienten que tienen un objetivo, tienen que saber que siempre encontrarán fuerzas que operan para cortarles el paso y dividirlos… Se necesita más solidaridad. Ese es el mensaje de Malcolm. Estemos en Estados Unidos, en América Latina o en África, seamos más o menos negros, enfrentamos la misma opresión.
Más que cualquier técnica cinematográfica, la excelencia del documental está en su contenido. De hecho, no se toma ningún atrevimiento en términos formales. Por ejemplo, Clarke recurre a la animación para dramatizar el primer encuentro de Cassius Clay y Malcolm X, que todavía no sabía quién era el boxeador, pero fingía conocerlo, pues el campeón caminaba ya como un mito viviente.
La técnica no es ninguna novedad y la animación no tiene nada especial. Sucede simplemente que no existen fotos de ese primer encuentro: el recurso es útil.
Por suerte, el contenido típico de los documentales —fotos, fragmentos de video, entrevistas— es fascinante. Cada una de las fotos blanco y negro de Malcolm X y Mohamed Alí, dos de los personajes más vitales del siglo veinte, hace vibrar la pantalla con una energía que hoy nos hace falta a todos.
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