El sistema fiscal mundial está roto

 

El mundo reconoce por fin los perjuicios de la evasión fiscal de las empresas. Pero la respuesta de la OCDE al problema es una solución diseñada por los países ricos para provecho de los países ricos. Necesitamos una alternativa.



El rey Abdullah II de Jordania, el presidente ecuatoriano Guillermo Lasso, el británico Elton John… políticos y élites adineradas de todo el mundo se han visto implicadas la semana pasada en una enorme revelación sobre el mundo de los paraísos fiscales. Los Pandora Papers, tercera compilación de una serie que comenzó con los Panama Papers de 2016, son un recordatorio brutal de que el sistema fiscal mundial está diseñado para trabajar en favor de unos pocos a expensas de la mayoría.

Pero aunque la filtración de los Pandora Papers está acaparando —con razón— los titulares de todo el mundo, puede que no haya sido la noticia fiscal más trascendente de esta semana. El viernes, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) anunció que se había alcanzado un acuerdo global para luchar contra la evasión fiscal de las empresas. Sin embargo, a medida que se fueron conociendo los detalles del plan en los meses previos al anuncio, quedó cada vez más claro que el Sur Global está recibiendo una vez más la peor parte.

El sistema fiscal mundial está roto. Los países ricos no lo van a arreglar. El Norte Global puede estar dispuesto a alejarse de los peores excesos del neoliberalismo, pero lo hace a costa del Sur.

El azote de los paraísos fiscales

Entre 2010 y 2019, Amazon, una de las mayores empresas del mundo, pagó un tipo impositivo efectivo del 13%, inferior al de una enfermera o un profesor medio. En el mismo periodo, Apple consiguió almacenar una montaña de más de 250 000 millones de dólares en cuentas bancarias en el extranjero. Y en 2020, cincuenta y cinco de las mayores empresas de Estados Unidos, incluidas FedEx y Michaels Stores, pagaron un total de cero dólares en impuestos.

Desde la década de 1980, el despliegue del capital global y el auge de las empresas multinacionales han permitido tanto a los individuos como a las empresas trasladar su riqueza a través de las fronteras en busca de los tipos impositivos más bajos. Esta dinámica, al igual que ocurre con las normas laborales y medioambientales, ha creado una «carrera a la baja» en la que los países se ven obligados a competir para bajar sus impuestos con el fin de atraer la inversión privada. Además de la presión a la baja de los tipos impositivos en general, algunas jurisdicciones han encontrado un nicho en este ecosistema llevando la carrera al extremo: no solo bajando sus impuestos a tipos mínimos, sino también creando un entorno normativo de extrema confidencialidad.

Estos paraísos fiscales suelen ser países pequeños y pobres, desesperados por encontrar un modelo económico que les permita sobrevivir en una economía mundial decididamente poco favorable a las aspiraciones de desarrollo. Pero los verdaderos infractores, los culpables del propio sistema, son las naciones más ricas. Los países del Norte Global no solo albergan a muchos de los que más utilizan el sistema de paraísos fiscales, sino que también construyeron el orden mundial neoliberal del que surgió, acogen a los abogados y contables que facilitan su abuso y albergan algunas de las jurisdicciones secretas más atroces del mundo (véase Dakota del Sur).

Los detalles de la política fiscal mundial son esotéricos, pero el resultado general es claro: los que tienen los recursos pueden jugar con un conjunto de reglas diferentes a las del resto de nosotros, moviendo, escondiendo o disfrazando sus finanzas lejos de las miradas indiscretas del público. En algunos casos, este secreto les permite ocultar el hecho de que están infringiendo las leyes; pero, la mayoría de las veces, sus abusos son totalmente legales.

En conjunto, el sistema fiscal mundial es un caso paradigmático del modelo neoliberal de globalización: se ha dado poder al capital para que se mueva rápidamente entre los países mientras se erosiona sistemáticamente el control democrático. Los resultados son insidiosos: pérdida de billones de dólares en ingresos fiscales —que de otro modo podrían destinarse a la sanidad pública, la educación, la lucha contra el cambio climático o el desarrollo—; una riqueza equivalente al 10% del PIB mundial acumulada de forma intocable y secreta; una élite política corrupta protegida del escrutinio; asuntos críticos de interés público (como qué fondos de capital privado tienen participaciones de control en la deuda pública) envueltos en el secreto; y una profundización de las relaciones coloniales extractivas entre el Norte y el Sur.

No se trata de unas pocas lagunas legales que se comen marginalmente los ingresos fiscales nacionales; es una cuestión fundamental sobre el control democrático de los recursos y el desvío de la riqueza creada socialmente hacia las abultadas arcas de la élite empresarial.

Por los países ricos, para los países ricos

Aprincipios de este año, el gobierno de Biden anunció su respaldo a una de las soluciones propuestas: un tipo impositivo mínimo mundial para las empresas.

Esto supuso, según todos los indicios, un cambio trascendental. Mientras que los líderes del Sur Global llevan mucho tiempo pidiendo que se actúe contra los abusos fiscales y las propuestas de soluciones multilaterales han avanzado a trompicones, los líderes del Norte no han conseguido ir más allá de la retórica. La propuesta del gobierno de Biden supuso un asombroso reconocimiento del desastroso statu quo neoliberal, y un compromiso aparentemente significativo con la acción concreta. En palabras de Alex Cobham, de la Red de Justicia Fiscal, en aquel momento:

Si has parpadeado recientemente, puede que te hayas perdido la idea de un tipo impositivo mínimo global para las empresas multinacionales, ya que ha pasado casi imperceptiblemente de los márgenes salvajes de la justicia fiscal, a convertirse en la voluntad establecida de los países más ricos del mundo.

Esto, incluso si se aplicara perfectamente, sería solo una solución parcial a un conjunto de los muchos problemas entrelazados endémicos del sistema fiscal mundial. Pero sería una solución importante.

Con el apoyo de Estados Unidos, las cosas se han movido rápidamente. Tras las conversaciones iniciales entre el G7 y el G20, las negociaciones han acabado incorporando a 140 países y jurisdicciones en un proceso preexistente dirigido por la OCDE, una organización de las naciones más ricas del mundo. El plan de la OCDE tiene dos pilares. El primero crea nuevas medidas para garantizar que las grandes empresas con base digital paguen una mayor parte de sus impuestos en los lugares donde realmente desarrollan su actividad y no donde, mediante trucos de contabilidad, reclaman sus beneficios sobre el papel. El segundo es el más ambicioso tipo mínimo del impuesto de sociedades a nivel mundial, que pondría un límite a la carrera hacia el abismo garantizando que, independientemente del lugar al que una empresa traslade sus beneficios, deberá pagar un determinado tipo mínimo efectivo.

En teoría, se trata de grandes avances. Pero el problema está en los detalles. Según el plan anunciado el viernes, el primer pilar limita su alcance tan solo a cien empresas y establece un inadecuado 20-30% de los beneficios para su reasignación. Y lo que es peor, el acuerdo exigiría a los países renunciar a los impuestos que ya han establecido individualmente sobre el comercio digital. Con estos factores combinados, el primer pilar dejaría a muchos países, especialmente a los de menores ingresos, con menos ingresos fiscales que antes.

El segundo pilar, por su parte, fija el mínimo en un abominable 15%. Lo más grave es que, según la fórmula de distribución del pilar, los países en los que tienen su sede las empresas (y no donde realizan sus actividades) reciben la mayor parte de los ingresos recuperados. Según las estimaciones de la Red de Justicia Fiscal, esto dejaría a los países del G7 —con solo el 10% de la población mundial y la mayor parte de la responsabilidad del statu quo roto— con un asombroso 60% de los ingresos.

A lo largo de la negociación, el Sur Global ha luchado por unos tipos impositivos más altos y una mayor proporción de ingresos. Pero una y otra vez se les ha dejado de lado o, peor aún, se les ha obligado a cumplir. Cuando se hizo evidente que el proceso no iba a su favor, el G24, una agrupación de países en desarrollo del mundo, y el Centro del Sur, un grupo de reflexión política independiente creado por y para el Sur Global, dieron el raro paso de pedir públicamente cambios urgentes. Argentina, en particular, ha denunciado las desigualdades del plan, mientras que Kenia, Nigeria, Pakistán y Sri Lanka se han negado a firmarlo.

Al final, sin embargo, la mayor parte del mundo se ha sumado por un sentimiento de resignación a la idea de que incluso un cambio imperfecto es mejor que el statu quo. El riesgo es que no lo sea: que el resultado del proceso de la OCDE fije este nuevo sistema durante años y deje pocos incentivos para que las naciones del Norte Global vuelvan a la mesa más adelante. En resumen, en un proceso dirigido por los países ricos, los países ricos han ganado.

¿La era posneoliberal?

Si el sistema fiscal mundial es un caso paradigmático de la globalización neoliberal, el acuerdo fiscal de la OCDE es el cambio del orden mundial en miniatura.

Los informes sobre la muerte del neoliberalismo fueron exagerados para empezar, pero en la medida en que son ciertos —que Joe Biden y otros líderes del Norte están cada vez más dispuestos a frenar los peores excesos del orden neoliberal— la propuesta de la OCDE nos recuerda que este giro del neoliberalismo no es lo mismo que la aparición de una alternativa más equitativa. Más bien, la reafirmación del poder estatal sobre el capital global está al servicio del nacionalismo económico dirigido por el Estado y de las relaciones de explotación de suma cero sobre el Sur.

Esta dinámica no se limita a los impuestos. En respuesta a la pandemia, las naciones ricas han realizado intervenciones fiscales de gran envergadura y sin precedentes para evitar el colapso económico. El Sur Global no ha tenido la misma oportunidad. La deuda, el miedo a las rebajas de la calificación crediticia y las condiciones de los préstamos del FMI se combinan para impedir que los países del Sur adopten exactamente el tipo de medidas de estímulo fiscal que los países del Norte están adoptando ahora con comodidad, y el Norte ha hecho poco para cambiar esta situación. Del mismo modo, el programa de Joe Biden «Build Back Better» y otras prioridades políticas demócratas han vuelto a poner la política industrial en la agenda de Estados Unidos. Pero eso no ha impedido a la administración Biden tachar de ilegítimo el exitoso régimen de política industrial de China. La mayoría del Sur Global, atada por las condiciones de los préstamos del FMI, los caprichos de los mercados financieros y las reglas del comercio global, nunca tendría siquiera la oportunidad de intentarlo.

Quizás «el imperio estadounidense sigue vivo» no sea una idea novedosa. Pero la debacle de la política fiscal de la OCDE es un valioso recordatorio de que no basta con apartarse del neoliberalismo. Debemos luchar por una alternativa.

Justicia global en los términos del Sur

El acuerdo de la OCDE aún no ha entrado en vigor, y el camino hacia su aplicación es rocoso y enrevesado. Pero las posibilidades de salvar la justicia fiscal del acuerdo ya se han esfumado, y un proceso en manos de los países más ricos puede haber estado condenado desde el principio. Desde mucho antes del actual proceso de la OCDE, las naciones del Sur Global han luchado por incluir el problema de los paraísos fiscales en la agenda de las Naciones Unidas. Aunque está lejos de ser perfecto, esto establecería un campo de juego mucho más uniforme que un proceso dirigido por una agrupación de los países más ricos del mundo. La puesta en marcha de un nuevo organismo fiscal mundial en el marco de las Naciones Unidas —tal y como están las cosas, una esperanza lejana— sería un paso fundamental para acabar con la lacra mundial de los paraísos fiscales y encaminar al mundo hacia la justicia fiscal.

Sea cual sea la forma concreta de la política o el proceso, está claro que no llegaremos a ese punto si los países ricos dictan las condiciones. Incluso cuando líderes como Joe Biden pueden estar dispuestos a contravenir la más estricta de las doctrinas neoliberales, la alternativa del nacionalismo económico y el refuerzo de las relaciones neocoloniales es igualmente inaceptable. Nuestra tarea como izquierda en el núcleo imperial no es convencer a nuestros oligarcas de que el neoliberalismo no es de interés nacional. Es construir el poder para el cambio radical en alianza con (y siguiendo el liderazgo del) Sur Global. La justicia fiscal es solo el comienzo. La carga de la deuda explotadora, el poder insidioso del Banco Mundial y el FMI, el régimen comercial de las empresas, el dominio del monopolio de la propiedad intelectual mundial, toda la arquitectura económica mundial, deben ser transformados. Ya sea con un Green New Deal global, con un Nuevo Orden Económico Internacional Verde, o con una visión totalmente nueva, podemos construir una economía global que funcione para la mayoría, donde se permita el florecimiento de las aspiraciones de desarrollo, donde el poder corporativo se subordine al control democrático, donde la riqueza creada por el pueblo se quede con el pueblo.

No se puede confiar en los líderes de los países ricos para arreglar el orden mundial roto. Pero junto con nuestros camaradas del Sur Global es posible construir uno nuevo.

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