Las dos izquierdas latinoamericanas

 



¿Desarrollismo versus «buen vivir»?


En un artículo publicado en 2006 que llegó a ser bastante influyente, Jorge Castañeda buscó trazar una línea divisoria entre los distintos gobiernos de cuño progresista de la región que por esa época protagonizaban el «ciclo progresista» u «ola rosa». Castañeda distinguía entre dos izquierdas: una correcta, de carácter moderno, reformista, global y de mente abierta, y otra incorrecta, de tradición populista, radical, nacionalista, de mente cerrada y de acciones estridentes. 

De aquel momento al presente, esa distinción parece estar medianamente superada, no solo por la capacidad que tuvieron las candidaturas de derecha de arrebatarle primeras magistraturas a ambos tipos de izquierda —afectando una de las principales características del ciclo: la capacidad de reelegirse y mantenerse en el poder— sino, sobre todo, por el fracaso de una de las principales referencias del ideal de «izquierda correcta» en el análisis de Castañeda. La Concertación de Partidos por la Democracia de Chile entró en una crisis terminal que acabó por entregarle dos veces el gobierno al derechista Sebastián Piñera, a pesar de sus intentos por incorporar elementos más propios de lo que —para Castañeda— sería la «incorrección política», en un esfuerzo por responder al creciente malestar de la población con las consecuencias sociales y económicas de un neoliberalismo avanzado y extremo.

Hoy resultaría difícil sostener que un proyecto político que no asuma un horizonte claro de superación del neoliberalismo pueda ser considerado de izquierda. La Revuelta Popular del 18 de octubre de 2019 en Chile pareció ponerle una pala de sal al modelo que se consideró ejemplar para la región: la vía chilena al neoliberalismo. A pesar de la promesa de los movilizados de que Chile sería «la cuna del neoliberalismo, pero también su tumba», la superación de este paradigma, aunque unifica diferentes vertientes de la izquierda latinoamericana, aún presenta nudos críticos que dificultan su traducción a un modelo alternativo. La izquierda en la región enfrenta una nueva tensión que la divide.

¿Vivir bien?

En 2011, una serie de artículos publicados por Pablo Stefanoni que retrataban lo que irónicamente denominó como el embate entre «pachamámicos» versus lo que sus detractores tacharon de «modérnicos», dejaron en evidencia una de las principales contradicciones del proceso boliviano. A saber, la pugna en el campo de la izquierda local (pero extensible a la región) de dos tendencias: una vertiente neodesarrollista y extractivista, asociada al gobierno de Evo Morales, y otra identitario-ambientalista, asociada al movimiento indígena y a buena parte de la intelectualidad que terminó rompiendo con el MAS.

Para Stefanoni, el «pachamamismo», munido de una pose de autenticidad ancestral, más parecería una filosofía próxima a un «indigenismo new age» que, entre otras cosas, elude los problemas políticos del ejercicio del poder y del Estado, así como las discusiones en torno a un nuevo modelo de desarrollo que logre superar el extractivismo y la reprimarización. En sus palabras,

en lugar de discutir cómo combinar las expectativas de desarrollo con un eco-ambientalismo inteligente, el discurso pachamámico nos ofrece una catarata de palabras en aymara, pronunciadas con tono enigmático, y una cándida lectura de la crisis del capitalismo y de la civilización occidental.

Los momentos constituyentes que acompañaron la instalación de los gobiernos de Bolivia y Ecuador se identifican con un proceso de coincidencia estratégica entre estas posiciones que hoy se han vuelto cada vez más antagónicas. Las cartas magnas fueron extremamente innovadoras al incluir, entre otras cosas, la perspectiva andina del «buen vivir» (suma qamaña en aymara y allin kawsay o sumak kawsay en quechua), o sea, la promoción de un bienestar holístico cuya base es la armonía con la naturaleza y con la comunidad. 

Sin embargo, tal como lo resume Andreu Viola, por más positivo que sea el cambio de actitud hacia valores y estilos de vida no occidentales que la reivindicación de este término implica, el mismo no deja de ser una tradición que no ha logrado precisarse de un modo más concreto, quedando ambiguamente plasmada en las Constituciones. Más aún: el «buen vivir» no ha conseguido reflejarse en los planes económicos de esos gobiernos progresistas, que mantuvieron las visiones economicistas y tecnocráticas del desarrollo. 

Así las cosas, el problema radica, por un lado, en la idealización del mundo rural andino y, por otro, en la discordancia de estos ideales con las políticas macroeconómicas impulsadas por esos gobiernos.

La izquierda del «buen vivir» ha contribuido a poner de relieve en las agendas de la región la urgente necesidad de la protección del medio ambiente, reivindicando las prácticas ancestrales de los pueblos indígenas como un modelo alternativo a las lógicas depredadoras del capitalismo neoliberal. Según el antropólogo colombiano Arturo Escobar, es un tipo de pensamiento posdesarrollista que se construye «desde abajo, por la izquierda y con la tierra». Sin duda, este movimiento intelectual ha entregado poderosas herramientas conceptuales para la reemergencia de grupos indígenas y de comunidades ambientalistas que resisten ante la expansión extractivista latinoamericana. Pero ha descuidado los debates sobre un modo de producción alternativo que genere condiciones de bienestar material para la población.

Si bien, como ha procurado mostrar Álvaro García Linera, en el comunitarismo andino no solo hay expresiones precapitalistas sino también anticapitalistas —que pueden ser la base de una reorganización económica—, estas experiencias no son suficientes para responder a la pregunta de con qué reemplazar el actual modelo de (sub)desarrollo en la región.

Desarrollismo sin desarrollo

Lo paradojal es que la perspectiva desarrollista, que pone en el centro de sus preocupaciones y prácticas la cuestión económica, tampoco parece tener una respuesta consistente a este desafío. Tal como lo ha retratado Maristella Svampa en sus estudios críticos sobre el periodo político reciente en América Latina, la ola rosa, aunque asociada a una expansión de la frontera de derechos sociales, también estuvo ligada a una ampliación de las fronteras del capital, particularmente en territorios indígenas. 

El ciclo posneoliberal se sostuvo gracias al auge de los precios de los commodities, reemplazando el consenso de Whashington por uno que mantiene un crecimiento basado en la exportación de materias primas, proceso que la autora denomina «Consenso de los Commodities», es decir

el ingreso a un nuevo orden, a la vez económico y político-ideológico, sostenido por el boom de los precios internacionales de las materias primas y los bienes de consumo cada vez más demandados por los países centrales y las potencias emergentes, lo cual genera indudables ventajas comparativas visibles en el crecimiento económico y el aumento de las reservas monetarias, al tiempo que produce nuevas asimetrías y profundas desigualdades en las sociedades latinoamericanas.

Este modelo extractivo-exportador, afirmado principalmente en megaproyectos invasivos, ha tenido como resultado una fuerte ambientalización de las luchas sociales y ha consolidado una nueva racionalidad ambiental posdesarrollista, aumentando la brecha entre estas dos izquierdas. Por otra parte, aunque el ciclo progresista habría estimulado un «regionalismo latinoamericano desafiante», según Svampa, también ha inaugurado nuevas formas de dependencia, a partir del intercambio asimétrico con China, nuestro principal socio comercial en la región, en tanto comprador de materias primas.

Aunque la ola rosa se afirmó desde un horizonte posneoliberal, parece no haber alterado uno de los pilares de las lógicas neoliberales: el aprovechamiento de las ventajas comparativas de los países emergentes, que no es otra cosa sino la renuncia a una opción industrial en favor de la explotación de materias primas.

En efecto, todo modelo de desarrollo supone un modo de acumulación, regulación y distribución. En el caso del neoliberalismo, la acumulación se basa en las ventajas comparativas y en una fuerte financierización económica; al mismo tiempo promueve una fuerte (des)regulación económica, basada en la retracción estatal; y finalmente, distribuye mediante la creencia en el derrame económico y en la intervención focalizada de la pobreza extrema. En América Latina, el extractivismo y la reprimarización parecen ser una constante tanto en gobiernos neoliberales como en aquellos que se supone aspiran a superarlo; aunque han promovido un resurgimiento de las capacidades estatales para intervenir y regular la economía, sobre todo a través de la nacionalización de los recursos estratégicos. Finalmente, los gobiernos progresistas han estado lejos de implementar políticas sociales universales que consoliden derechos; han optado por lógicas focalizadas de transferencia de renta, en la medida que los altos precios de los commodities lo han permitido. Con todos los avances y contradicciones político-sociales de los gobiernos progresistas, estos no innovaron en cómo dejar atrás el neoliberalismo.

Aunque se le acusa a estos gobiernos de neodesarrollistas —en alusión, sobre todo, al pensamiento cepalino del siglo XX—, del balance de este ciclo no podemos desprender nada equivalente a un proyecto como el modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones, tal como ha mostrado, entre otros, el sociólogo José Maurício Domingues. Sin duda, la industrialización sigue siendo un término clave para el futuro. La cuestión pasa por cómo lidiamos con el hecho de que se puede incrementar la presencia industrial en el continente sin modificar la posición subordinada de nuestras economías en la división internacional de trabajo. El cruce de fronteras de las maquiladoras estadounidenses a México en busca de mejores condiciones de extracción de plusvalía, industrializa, pero al mismo tiempo subordina. 

Tal como señalaba la economista Alice Amsden, el desafío de los países periféricos es pasar de una estrategia «compradora» de tecnología, como en el caso de las maquiladoras, a una sustentada en la «producción» de tecnología. Para eso es indispensable que el Estado asuma un rol de ser «conducto y conductor» de ese desarrollo, pues otros actores económicos difícilmente romperán con la comodidad de un rentismo poco inclinado a la inversión estratégica y acostumbrada a amplios márgenes de ganancia, basados en la renta de la tierra y en la superexplotación del trabajo —precario— latinoamericano. Al mismo tiempo, ese desarrollo debe considerar los límites plantarios y la necesidad de un nuevo pacto socioecológico que contribuya a revertir la crítica situación climática y ambiental que han hecho más patente la advertencia de Jameson de que «es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo».

Construir futuro

La izquierda latinoamericana difícilmente será alternativa de futuro si no es capaz de responder tanto a la emergencia climática como a la necesidad de estructurar un proyecto de desarrollo que permita distribuir riqueza e integrar a los ciudadanos excluidos de la región al consumo y a estándares materialmente más elevados de vida. ¿Pero, es posible? ¿Acaso la superación de la pobreza y el aumento de la capacidad de consumo no van de la mano con un incremento de los factores que empeoran la crisis climática? 

La respuesta no es fácil. Pero el actual estado de cosas nos obliga a pensar ordenamientos económicos más racionales para aminorar nuestro impacto en el medioambiente y para reducir la desigualdad económica que campea en la región. El capitalismo neoliberal se caracteriza por destruir las principales fuentes de producción de la riqueza: la naturaleza y el trabajo. La izquierda latinoamericana tiene la misión de superar su actual contradicción y contribuir a hacer más fácil pensar el fin de ese capitalismo que nos tiene al borde del fin del mundo. 

 


[*] El autor agradece al Proyecto FONDECYT 1200841, marco en el cual se ha desarrollado esta reflexión.


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