Este 11 de septiembre se cumplieron 20 años del inicio de la tristemente célebre “guerra contra el terrorismo”. Millones de dólares derrochados, miles de personas asesinadas y una cruenta enseñanza sobre la mesa. Muchos desafíos para el campo popular.
En muchas ocasiones se han analizado los movimientos de fichas en el tablero mundial. En infinidad de oportunidades se han escuchado relatos de uno y otro lado, justificando o denigrando lo acontecido. Lo concreto es que siempre quienes terminan padeciendo las consecuencias de la guerra son los pueblos donde ocurre.
Sobre el 11S
De más está analizar la ya voluptuosa cantidad de obras periodísticas, investigaciones y ensayos respecto de los acontecimientos de aquel 11 de septiembre de 2001. Un manto de sospecha nace con cada irregularidad o falta de veracidad en los relatos oficiales que explicaron aquella jornada.
¿Se sabía de antemano que podía pasar y no hicieron nada adrede? Si no sabían, ¿cómo una superpotencia militar como Estados Unidos no podía derribar esos aviones supuestamente secuestrados antes de que impactaran? ¿Cómo en menos de 24 horas ya sabían quiénes habían sido los perpetradores? ¿Cómo se explica la forma en la que se derrumbaron las dos torres del World Trade Center de New York? Y la lista continúa.
Sobre la “Guerra contra el Terrorismo”
Desde aquella jornada hasta la actualidad, lo único que sucedió es que EE. UU. y las potencias occidentales rejuntadas en la OTAN han hecho desastres. Primero en Afganistán, después en Irak y luego en Libia, Siria, Yemen, etc, etc, etc.
Una intervención que cambiaría el paradigma: ahora el enemigo no era algo tangible, alguien a quien se le conocía el rostro. Circunstancialmente podía tener un nombre u otro, una fisonomía u otra, pero cuando ese “terrorista” era abatido, aparecía otro que lo reemplazaba. Algunos señalamos desde aquel entonces que la guerra del imperio norteamericano y las potencias occidentales se había convertido en una guerra a perpetuidad contra los pueblos del mundo. Ya no importaba quién era o de dónde venía, si se oponía a los planes trazados por el imperio, era suficiente para ser automáticamente caracterizado por la prensa hegemónica como “terrorista”.
Según un informe del proyecto Cost of War de la Universidad de Brown, la “Guerra global contra el terrorismo” costó más de 8 billones de dólares (trillones según los norteamericanos). La espeluznante cifra que lleva un 8 y 18 ceros detrás (casi 18 veces el PBI anual argentino medido en dólares). Como si fuera poco, costó la vida de más de 900 mil personas, muchas de ellas civiles.
Las cifras son espeluznantes, pero más atroz es el cinismo y el negocio de la elite norteamericana y occidental que hizo cuantiosos negocios con estas guerras. Todo ese dinero fue a parar a las arcas de grandes corporaciones del Complejo Industria Militar (CIM) como lo señaló recientemente el sociólogo puertorriqueño Ramón Grosfoguel: “Más del 50% del presupuesto federal de los EEUU va al departamento de Defensa que luego subcontrata a estas compañías. EEUU es una economía de guerra. ¿Cómo haces para tener ganancias en el Complejo Industrial Americano? Si no hay guerra, te la inventas”.
Según el sociólogo y docente en la Universidad de Berkeley, estas corporaciones encontraron en el fisco norteamericano (y de la OTAN) “la gallina de los huevos de oro”. El estado imperial tiene una deuda de cerca de 30 trillones de dólares y una gran porción de ello es producto de su política de guerra a perpetuidad.
La retirada de Afganistán
Lo anterior da cuenta de que lo que está de fondo es perpetrar las guerras, porque lo importante para el CIM norteamericano y su lobby dentro del gobierno americano es seguir generando rentabilidad para sus empresas. Ahora quizás no con el ejército estadounidense en territorio afgano o iraquí, pero sí vendiéndoles armamento a unos y otros grupos. El negocio continúa.
Más allá de que algunes analistas lo hayan planteado como una derrota política del imperio norteamericano y de sus lacayos europeos, ¿realmente perdieron o se retiraron para que el trabajo sucio lo hagan otros mientras siguen sumando dólares a sus abultadas arcas? Tampoco puede desconocerse el dolor de cabeza que podrían significar los Talibanes para potencias emergentes como China e Irán (países fronterizos a Afganistán), o Rusia, país que militarmente resurgió como actor a escala global. De hecho, así lo afirmó el propio presidente norteamericano Joe Biden.
Aquí toman mayor relevancia los análisis del director del portal RedVoltaire, Thierry Meyssan, quien asegura que lo que está sucediendo es parte central de la estrategia trazada por Rumsfeld-Cebrowski según la cual EEUU no debe enfrentarse a potencias como Rusia y China, sino que por el contrario debe convertirlas en “clientes”. “Hay que ayudarlas a explotar los recursos de Afganistán, Irak, Libia, Siria y de muchos países más… pero sólo bajo la protección del ejército de Estados Unidos”. Para el analista, el objetivo de Washington es “dominar al mundo desde las sombras y obtener el máximo de capitales”.
La repartija de Medio Oriente
Siguiendo con la línea argumental de Meyssan, las potencias globales se están distribuyendo Medio Oriente en una especie de pacto de Yalta II, donde Francia empieza a jugar un papel nuevamente de ocupante ilegal e ilegítimo en el Líbano, Irak pasa a convertirse en la figurita mediadora en la región (entre Arabia Saudí e Irán), y los EEUU y Rusia reparten fichas.
El problema es que mientras tanto las guerras continúan, el saqueo de esos países sigue intacto (o cambia de manos o de formas), y el sufrimiento y padecimiento de esos pueblos se sigue perpetrando. Hasta que el deseo de libertad de esos pueblos se termine imponiendo.
Cómo repercute el escenario descripto en Nuestra América
Se ha advertido en varias oportunidades que EEUU, para seguir siendo una potencia a nivel global, necesita del control de Nuestra América. Sin el control de lo que consideran su “patio trasero” le sería prácticamente imposible. Y precisamente la retirada de Medio Oriente puede significar una señal de que vuelven a enfocar sus cañones (pero potenciados) sobre nuestro continente.
Como dirían les chilenes, “arto” problema tendrán, porque en Nuestra América no solo los pueblos están demostrando niveles de cansancio espeluznantes sobre las políticas neoliberales, sino porque China y Rusia (fundamentalmente la primera) también comienzan pisar fuerte en estas tierras.
El objetivo sigue siendo el mismo en todos los casos: llevarse los bienes estratégicos de nuestros pueblos al menor costo posible para tener mayores niveles de rentabilidad en sus empresas y poder sostener los niveles de consumo y producción del norte global. Sea en África, en Medio Oriente, en Asia o en Nuestra América el objetivo es el saqueo y la rapiña.
La unidad continental es la única esperanza
Es por ello que el momento histórico que vivimos es crucial. La propuesta de Andrés Manuel López Obrador de sustituir a la OEA con la CELAC o algún otro órgano institucional regional no es ni más ni menos que soltarle la mano a un imperio que históricamente miró por encima del hombro al resto del continente, que saqueó a más no poder a cada país, que fomentó intervenciones militares y que presiona permanentemente mediante distintos mecanismos (como podrían ser las deudas externas).
Lo advirtió el ex vicepresidente boliviano Álvaro García Linera en un reciente artículo publicado: “Vivimos la articulación imprevista de cuatro crisis que se retroalimentan mutuamente: una crisis médica, una crisis económica, una crisis ambiental, y una crisis política. Una coyuntura de enorme perplejidad y angustia”.
Existen enormes desafíos para los pueblos y las fuerzas progresistas y/o revolucionarias del continente: hay que democratizar la política y la economía, luchar contra la explotación, desracializar y descolonizar las relaciones sociales y los vínculos entre los pueblos, despatriarcalizar nuestras sociedades, comprender que somos interdependientes del ambiente donde vivimos, y comprender que solo en unidad y con una mirada internacionalista, solidaria y colectiva podremos salir adelante.
Como diría ese gran compañero llamado John William Cooke: “Cuando culmine el proceso revolucionario argentino (podríamos agregarle “nuestroamericano”), se iluminará el aporte de cada episodio y ningún esfuerzo será en vano, ningún sacrificio estéril, y el éxito final redimirá todas las frustraciones”.
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