Por | 02/09/2021 | EE.UU.
La construcción de la noción de “imperialismo benévolo” parte de un negacionismo evidente, tanto de la historia imperialista de Estados Unidos desde finales del siglo XIX como de la propia trayectoria de Joe Biden.
Desde finales del año anterior en los Estados Unidos los sectores liberales-globalistas difundieron la imagen maniquea de que Donald Trump era el malo de la película y en contraposición el entonces candidato presidencial Joe Biden era el bueno, en una clara puesta en escena del conocido guion cinematográfico al estilo de Hollywood. La imagen reiteraba que Biden era un hombre bonachón, católico confeso y de buenos modales, algo así como la materialización humana de la bondad infinita de un individuo que no era capaz de matar una mosca.
Fuera de los Estados Unidos esta imagen fue replicada por los círculos liberales proimperialistas para anunciar que el triunfo del candidato demócrata significaba un cambio trascendental no solo dentro de Estados Unidos, sino para el resto del mundo, incluyendo a nuestra América, pues significaba el retorno de algo así como el “Buen Vecino” de Franklin Delano Roosevelt. Se anunciaba con gran optimismo por parte de esos círculos, entre los que se encontraban los de cierta izquierda light, que desde el 21 de enero de 2021, fecha de posesión de Biden, ingresamos en una nueva era en la que Estados Unidos estaba de regreso en la arena internacional ‒como si alguna vez se hubiera ido‒ para poner orden como un gendarme benefactor y las malas prácticas de su antecesor eran cosa del pasado, y se iban a implementar unas políticas favorables para el mundo y nuestro continente.
Han pasado ocho meses desde la posesión de Biden y este tiempo es más que suficiente para contrastar esta retórica con la realidad de la política imperialista de Estados Unidos, tal como lo hacemos en este ensayo, en el que hablamos de “imperialismo benévolo” como otra construcción ideológica para vender la idea e imagen que ya pasaron los tiempos de las viejas prácticas de guerra y conquista, que ahora supuestamente fueron reemplazadas por el dialogo y la cooperación. Como anticipo podemos decir, que la dura realidad desmiente tan rebosante optimismo.
Y eso se acaba de confirmar, por si hubiera dudas en Afganistán, de donde Estados Unidos ha huido, literalmente, y dejando a su paso un reguero de muerte y destrucción. Esa ocupación neocolonial de veinte años la ha cerrado Joe Biden muy a su estilo criminal de vieja data, con el bombardeo del aeropuerto de Kabul, supuestamente para evitar un ataque terrorista, con un saldo de seis niños despedazados por las bombas inteligentes del imperialismo estadounidense, en una acción propia de terrorismo de Estado internacional Made in USA.
Y, sin embargo, los liberales y seudo demócratas seguidores del globalismo imperialista y que tan beligerantes fueron para denunciar a Donald Trump y se rasgaron las vestiduras cuando fue asaltado el Parlamento en Washington, son los mismos que hoy aplauden los crímenes de Joe Biden y piden mano dura y nuevas invasiones en diversos lugares del mundo, incluyendo a nuestra América. A esos corifeos pro-imperialistas lo de Afganistán no les deja ninguna lección y simplemente quieren que el caos y la desolación que dejan las intervenciones de Estados Unidos se replique por doquier, por la sencilla razón de que son enemigos de la soberanía, la autodeterminación de los pueblos y le tienen miedo a la una democracia de verdad, que vaya más allá de la retórica difundida por falsimedia mundial y sus mentiras sobre Estados Unidos como campeón de la justicia y la libertad.
BIDEN, IMPERIALISTA PURO Y DURO
La construcción del “imperialismo benévolo” parte de un negacionismo evidente, tanto de la historia imperialista de Estados Unidos desde finales del siglo XIX como de la propia trayectoria de Joe Biden. Este antes que un hombre bonachón, lo que es un hipócrita redomado, de aquellos que tiran la piedra y esconden la mano. Un personaje gris, sin ningún carisma, comprometido con los círculos más agresivos y criminales del imperialismo globalista y del aparato militar-industrial e informático. Durante su larga trayectoria política de casi medio siglo, en la que se ha desempeñado como Senador y como vicepresidente del gobierno de Barack Obama (2008-2016), Biden no tuvo ni una sola actuación que acreditara sus pretendidas credenciales de representar algo diferente en la política imperialista. Al respecto cabe recordar que, durante la guerra de las Malvinas de 1982, entre Gran Bretaña y Argentina, sin titubear pidió el respaldo del gobierno de Estados Unidos a la Inglaterra de M. Thatcher en estos términos: «Es claro que el agresor es Argentina y es claro que el Reino Unido tiene razón y debería ser bien claro para todo el mundo a quién apoya Estados Unidos». Sin titubear manifestó: “Mi resolución busca definir de qué lado estamos y ese lado es el británico. Los argentinos tienen que desechar la idea de que Estados Unidos es neutral”.
De ese momento en adelante, Biden un hombre mediocre y apagado, siempre ha sido un claro representante del imperialismo puro y duro, como lo muestran entre otros hechos, su apoyo incondicional al Plan Colombia, a las guerras que Estados Unidos emprendió contra Irak y Afganistán en tiempos de Georges Bush II y siendo vicepresidente de Obama fue coparticipe en la agresión contra Libia y en el asesinato de Gadafi. De la misma forma, respaldó la política de asesinatos selectivos que Obama convirtió en uno de los resortes de su criminal accionar en la arena internacional. Como vicepresidente apoyó la decisión de Obama de declarar a Venezuela como un “peligro para la seguridad de los Estados Unidos”, que fue el comienzo práctico del criminal bloqueo que soporta el país bolivariano desde 2015. A eso se suma que Joe Biden hace parte del círculo ligado a los intereses del lobby judío que apoyan al estado sionista de Israel y respaldan sus crímenes en Oriente Medio.
Con tales antecedentes, no es difícil entender quién es en realidad Joe Biden y los intereses que representa, por lo que resulta casi tragicómico suponer que como presidente iba a actuar en forma diferente a como lo ha hecho a lo largo de su vida. Y esto se demuestra claramente durante los seis meses de la reaparición del “imperialismo benévolo” y sus acciones en nuestra América, examinando algunos asuntos cardinales.
EL “IMPERIALISMO BENEVOLO” EN ACCION
Desde cuando ganó las elecciones a finales del 2020, Biden anunció que Estados Unidos estaba de vuelta en el mundo: “No tenemos tiempo que perder en lo que se refiere a nuestra seguridad nacional y política exterior… Necesito un equipo preparado desde el primer día que me ayude a reclamar el asiento de Estados Unidos a la cabeza de la mesa, a reunir al mundo para hacer frente a los mayores desafíos que enfrentamos y a promover nuestra seguridad, prosperidad y valores”. Dicho, sin eufemismos, esto significa que Estados Unidos reclama su derecho a agredir, masacrar, bombardear a gran parte del mundo cuando se le antoje. Y eso pronto se empezó a hacer, porque Biden ordenó el 26 de febrero el bombardeo de una milicia proiraní en Siria, como resultado del cual fueron masacradas 22 personas. En ese momento Biden llevaba 40 días como presidente y continuaba con la tradición de presentarse ante el mundo mediante un criminal bombardeo, lo que viola los principios más elementales del Derecho Internacional.
El regreso de Estados Unidos se manifiesta en acciones belicistas contra China y Rusia, como lo ha reafirmado la OTAN y los vasallos de la Unión Europea a mediados de junio, al sostener que Pekín y Moscú deben “terminar con sus políticas desestabilizadores”, dar a conocer sus secretos militares y defender los derechos humanos, al tiempo que señalaron que luego del retiro de tropas de Estados Unidos, mantendrán su presencia en Afganistán. Incluso, los círculos más belicistas del partido demócrata, que están ahora en el gobierno, son partidarios de emprender una guerra contra China y Rusia, idea que también seduce al “bonachón” de Biden. El objetivo radica en tratar de recuperar su menguada hegemonía, seriamente resquebrajada durante el gobierno de Donald Trump, pero que responde a procesos estructurales de larga data, relacionados con la conversión de China en el taller industrial del mundo y el retorno de Rusia como una potencia militar.
En este contexto de pretender recuperar su hegemonía deben ubicarse los aspectos centrales de la agenda del “imperialismo benévolo” en su patio trasero, entre los que se destacan la migración, el bloqueo a Cuba, la Guerra contra las drogas, la OEA y el apoyo a Guaidó y la guerra de cuarta generación contra Venezuela. Examinemos cada uno de esos aspectos en forma panorámica.
Migración y Muro de la Infamia
Durante su campaña electoral, uno de los tópicos centrales que planteó Biden fue el de impulsar una política migratoria humanitaria y acogedora de los latinoamericanos, muy distinta a la que adelantaba Donald Trump, cuyo símbolo más representativo fue la construcción del Muro de la Infamia, para separar a México de Estados Unidos. Se recalcaba, en plena campaña electoral, que con Biden iban a terminar las cárceles para migrantes pobres en los Estados Unidos, en las que se enjaularon a miles de niños.
Para comenzar, Biden señaló que no iba a construir un metro más del muro, que había iniciado Bill Clinton en la década de 1990. Léase bien, dijo que no iba a construir más, no que lo iba a tumbar, lo cual significa que esa pared de hormigón sigue estando ahí como afrenta material y simbólica y como obstáculo real al cruce de la frontera sur de los Estados Unidos.
En forma rápida se confirmó que la “humanitaria” política migratoria de Joe Biden no se diferencia de la de Donald Trump. Siguen existiendo las cárceles para migrantes, los niños se siguen encarcelando en jaulas, aunque ahora estén administradas por el Pentágono y no por sectores privados. Y lo peor de todo, al señalar que los niños que lleguen solos a territorio estadounidense no van a ser deportados, se generó la detestable práctica de que los migrantes envían a los niños a ver si pueden cruzar la frontera, con la perspectiva de que esta sea la boleta de entrada de ellos mismos en un futuro próximo. Esta política de separación de familias es uno de los aspectos más detestables de la “nueva política migratoria” de Biden.
Como es costumbre, no se ataca la raíz del problema, que se encuentra en la desestabilización económica, social y política de los países latinoamericanos, empezando por los de América Central y el Caribe, que impulsa Washington desde hace décadas, mediante el “Libre Comercio”, el neoliberalismo, la privatización, la construcción de bases militares y el saqueo y despojo de materias primas y bienes naturales. Estas políticas son la fuerza expulsora de millones de personas en nuestra América que, asoladas por la miseria y la violencia estructural, huyen hacia los Estados Unidos, aunque muy pocos puedan coronar la pesadilla americana.
La vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, la cara bonita y multicultural del imperialismo benévolo, ratificó sin medias tintas la continuación de la política migratoria de Trump, que era a su vez un continuador de Obama (quien expulsó a dos millones de migrantes). Eso lo dijo en su gira por Guatemala y México a comienzos de junio de este año. Entre mentiras y retórica diplomática sobre pretendidas ayudas económicas, libre comercio y supuesta cooperación de Estados Unidos con los países centroamericanos, Harris señaló: «Quiero ser clara con la gente de esta región que está pensando en hacer ese peligroso viaje a la frontera entre México y Estados Unidos: No vengan. No vengan. Estados Unidos continuará haciendo cumplir nuestras leyes y asegurando nuestra frontera».
Lo único distinto que planteó Harris en materia de política migratoria es la promoción de un nuevo caballo de injerencia imperialista: la lucha contra la corrupción, un término vaporoso y etéreo en el que cabe todo, como les gusta a los liberales e imperialistas (libertad, derechos humanos, justicia…).Al respecto, Harris sostuvo que el gobierno de Biden para reducir la migración ilegal desde Centroamérica plantea la creación de un ente transnacional que luche contra la corrupción y promueva la inversión de las empresas privadas en las zonas más pobres de los países. Esa nueva entidad, que tendrá poco de transnacional, será presidida por el Departamento de Estado de los Estados Unidos, con recursos destinados a la Justicia, a la Hacienda y al Estado.
En definitiva, en cuestiones migratorias nada nuevo bajo el sol, nada de acoger en forma humanitaria a los migrantes ni de transformar las condiciones de vida en las zonas que expulsan población. Lo que aparece como nuevo es lo más viejo y trasnochado del imperialismo estadounidense: crear instancias manejadas por ellos mimos para luchar contra “nuevos enemigos”, en una típica visión de la guerra fría, el último de los cuales es la corrupción. Eso quiere decir que ahora el intervencionismo tiene una nueva justificación: la lucha contra la corrupción por parte de Estados Unidos y un aparato de ONG injerencistas, como ya lo soportamos hoy cuando se habla de Derechos Humanos y libre comercio. Si en verdad Estados Unidos fuera a luchar contra la corrupción tendría que empezar invadiéndose a sí mismo, porque los niveles de corrupción y crimen que genera en todo el mundo, apoyando a los círculos dominantes en cada país, no tiene parangón ni imitador posible.
Y mientras tanto, los millones de pobres latinoamericanos que intentan llegar a Estados Unidos soportan el mismo trato criminal y racista que le dispensan los imperialistas benévolos de Biden y Harris, que en ese terreno no son diferentes a lo hecho por el infame Donald Trump.
“Guerra contra las drogas”
Desde su época de senador, Joe Biden se distinguió por ser uno de los promotores de la llamada Guerra contra las Drogas, un vocablo Made in USA. Fue el principal promotor del Plan Colombia, una política contrainsurgente que en nuestro país ha dejado ruina, miseria y muerte a lo largo y ancho del país y más fortalecida que nunca a la industria de los narcóticos. Con estos antecedentes, no eran muy buenos los augurios de la política antidrogas de la era Biden y los hechos lo van confirmando.
La columna vertebral de la estrategia de la guerra contra las drogas se mantiene. Se parte de un diagnóstico sobre el consumo interno de drogas por la población de Estados Unidos, la que es considerada como una “epidemia”. En esa dirección se reafirma una lucha contra el narcotráfico, para evitar que las drogas lleguen a territorio estadounidense, la misma prioridad de los gobiernos de ese país desde hace medio siglo, en el gobierno de Richard Nixon. Se recalca al respecto que debe reducirse la oferta de “sustancias ilícitas” que vienen del exterior y para ello se opera como principal ficha a la de siempre, Colombia. Para garantizar esa colaboración de los países satélites, es decir su sumisión incondicional a la política de Washington, se mantiene la política de certificación, con lo que supuestamente se garantiza y se premia el respeto a los derechos humanos.
Y la prueba reina de que en esa materia Biden es la continuación de Trump se encuentra en la certificación que recibió el régimen del subpresidente Iván Duque el primero de marzo de 2021, por la secretaria de Estado de los Estados Unidos. Esa certificación se da luego de evaluar los avances en la lucha contra el narcotráfico en materia de erradicación de cultivos, incautaciones, colaboración judicial con la DEA y otras instancias de Estados Unidos, así como el respeto a los derechos humanos. Y en Colombia, sobre todo esto último no se cumple, por los asesinatos sistemáticos de la administración Duque. Pese a eso, Biden dio vía libre a la certificación de Colombia, un premio a su política genocida y al incumplimiento de la erradicación voluntaria, derivada de los fallidos acuerdos de paz, y la imposición de la erradicación forzada y al uso de glifosato en los próximos meses.
El aval que dio el Departamento de Estado consistió en felicitar al gobierno colombiano por la erradicación de 130 mil hectáreas sembradas con hoja de coca, sin considerar que la productividad por hectárea ahora es mayor y que Colombia sigue siendo el primer productor mundial de hoja de coca, con el 90% del total. En esa certificación se pide redoblar los esfuerzos de erradicación, lo que es simplemente dar la carta franca para el uso del glifosato. Esa certificación supone además conceder “ayudas” de millones de dólares para fortalecer el aparato represivo del estado colombiana, armas con las cuales se mata a los jóvenes de Cali y otras ciudades durante el paro nacional.
En términos prácticos tenemos más de lo mismo: represión a los productores de hoja de coca (el eslabón más débil de la cadena), apoyo a las fuerzas represivas de los Estados, que los Estados sigan siendo sumisos a la guerra de las drogas de los Estados Unidos, que no combate la demanda sino la oferta. Esto tiene un costo humano y ambiental en nuestros países, particularmente en Colombia y México, con miles de muertos, desaparecidos, expulsados de sus tierras, contaminación a granel y ganancias fabulosas para los carteles y el sector financiero que recicla y pone a circular los dineros provenientes de la producción y comercialización de narcóticos.
Bloqueo a Cuba y Guantánamo como centro de tortura
Pese a los anuncios hechos durante el gobierno de Obama de mejorar las relaciones con Cuba, el bloqueo se mantiene y fue acentuado por el gobierno de Trump. En el mismo sentido, Obama hizo promesas de desmontar el centro de torturas de Guantánamo, el enclave imperialista de Estados Unidos en Cuba, apropiado desde 1903 y por el cual paga la fabulosa suma de 4085 dólares de arriendo anual, que deposita en bancos suizos, pero que el gobierno cubano jamás reclama. Esa cárcel y centro de torturas se mantiene y nada indica que Biden lo vaya a cerrar.
En cuanto a Cuba, Biden mantiene las políticas de bloqueo de siempre, sin modifica ni un ápice la agresión imperialista ni las medidas adoptadas por Trump, que lo endurecieron aún más, y entre las que se cuentan el incluir a Cuba como un Estado que apoya el terrorismo, inclusión en la que el régimen del subpresidente Iván Duque cumplió un papel de primer orden.
Biden no ha desmontado nada de lo que heredó de Trump, manteniendo su discurso de promoción de la “Democracia” y los “Derechos Humanos”, para lo que cuenta con el respaldo incondicional de sus vasallos de la Unión Europea.
En plena pandemia ‒de la que puede contrastarse el manejo criminal por parte de Estados Unidos y el trato humanitario de Cuba‒ esa política agresiva de Biden se torna más asesina, porque ha implicado para Cuba el empeoramiento de sus condiciones de vida, ante la parálisis del turismo, la disminución de las remesas, y la dificultad para comprar materias primas e insumos médicos para producir sus propias vacunas, que son de eficacia reconocida.
Las 240 medidas que Trump adoptó contra Cuba han sido mantenidas por el “benévolo” Biden, lo que ocasiona daños a la economía cubana y afecta todos los órdenes de la vida interna en la isla. Este es un crimen de lesa humanidad, que viene siendo condenado desde hace años por la mayoría de los países de la ONU en la votación anual que allí se realiza. En plena campaña electoral, Biden había prometido que “trataría de revertir las políticas fallidas de Trump que infligieron daño a los cubanos y sus familias…”. Hasta el momento eso es letra muerta, porque ha sido un perfecto continuador de Trump.
Aún más, y para darse cuenta de lo que representa el “imperialismo benévolo” en Nuestra América, Biden continua las políticas agresivas contra Cuba que se iniciaron en 1960, cuando el gobierno de Eisenhower dispuso que si Cuba no se rendía era necesario matar de hambre a su pueblo, como lo dijo Lester Mallory, Subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos de ese entonces: ”Deben intentarse de inmediato todos los medios para debilitar la economía de Cuba, producir hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno”.
La OEA: el ministerio de colonias de los Estados Unidos
En los últimos años, tanto Obama como Trump hicieron lo posible por destruir los esfuerzos de varios países sudamericanos, encabezados por Venezuela, de construir una nueva arquitectura institucional de integración económica, política y cultural, que permitiera romper con la tutela imperialista, una de cuyas principales instrumentos es la Organización de Estados Americanos (OEA), cuyo verdadero nombre inmortalizó el canciller cubano Raúl Roa al denominarla como El Ministerio de Colonias de los Estados Unidos.
En contraposición al Alba, Unasur y Mercosur, Estados Unidos impulsó la Alianza del Pacífico (integrada por Colombia, Perú, Chile, México…), la creación de la Pandilla de Lima como grupo de agresión contra el gobierno bolivariano de Venezuela e intentó revivir a la moribunda e insepulta OEA.
Durante el gobierno de Donald Trump en cuanto a la acción de la OEA, Nuestra América vivió un retroceso de 60 años, retornando a los tiempos más oscuros de la Guerra Fría y del anticomunismo, como lo demuestran hechos que van a quedar en los anales de la infamia universal: el carácter injerencista de la OEA, como perro faldero de Washington, en Venezuela, Bolivia, Nicaragua, países cuyos gobiernos no son afectos a los Estados Unidos, y el respaldo incondicional a los regímenes criminales del continente, el campeón de los cuales es Colombia; la participación directa de la OEA, a través de esa ficha del imperialismo que es su Secretario General, en el derrocamiento de Evo Morales en 2019 y en las masacres de decenas de personas que de allí se derivaron; el papel vergonzoso en aceptar como representante de Venezuela (cuando este país había iniciado su retiro de ese cadáver putrefacto) a un títere, Juan Guaidó, que se autoproclamó como su Presidente, por “sugerencia” de los Estados Unidos; el respaldo abierto a la intervención de Estados Unidos y sus lacayos, con el régimen de Santos y luego de Duque al frente, en Venezuela en diversas ocasiones, como la de la “intervención humanitaria” de febrero de 2019…
Pues Biden no ha dado muestras de que va a cambiar en su manejo de la OEA, como uno de los instrumentos centrales de su injerencia en el continente. Eso lo demuestra el papel que le ha atribuido a Luis Almagro para sabotear al nuevo gobierno boliviano de Luis Arce, mediante la negación del golpe de Estado de 2019 y la protección de la golpista Jeanine Añez, a la que cuando fue apresada por sus crímenes, se le considera una perseguida política, y la OEA y Estados Unidos exigen que sea liberada.
De la misma forma, Estados Unidos continúa con su injerencia en Nicaragua, a la que acaba de condenar a través de la OEA de violar los derechos humanos e impedir la realización de elecciones libres, mientras que calla respecto a los crímenes del gobierno de Iván Duque en Colombia, como clara muestra de los intereses estratégicos de los Estados Unidos.
En suma, no hay nada diferente en el comportamiento del gobierno de Biden y su “imperialismo benévolo” en lo que respecta al papel que se le asigna a la OEA, como puntal diplomático de sus intereses en el continente, lo que supone que ese Ministerio de Colonias sea enemigo declarado de aquellos países que osen distanciarse un milímetro del orden imperialista (como lo ha hecho desde 1954 con el derrocamiento de Jacobo Árbenz en Guatemala y más ostensiblemente después de 1959 contra Cuba) y un respaldo incondicional a los países sumisos a los Estados Unidos, como acontece hoy en el caso Colombia, sobre cuyos crímenes la OEA jamás rebuzna.
Guerra híbrida contra Venezuela
Los diversos gobiernos de los Estados Unidos desde 1998 vienen librando una guerra híbrida contra Venezuela, que fue radicalizada por Barack Obama en 2015, al declarar a la patria de Bolívar como un peligro para su seguridad nacional. Esa decisión fue la declaratoria formal de la guerra hibrida contra Venezuela, que apunta finalmente al derrocamiento del gobierno de Nicolás Maduro, a la imposición de un títere incondicional y a la apropiación por las multinacionales de Estados Unidos de la inmensa riqueza que se encuentra en el suelo del país bolivariano.
Esa guerra híbrida combina los mecanismos clásicos y nuevos de las guerras, entre las cuales sobresalen el bloqueo económico, la piratería financiera, la desinformación, las agresiones militares directas con mercenarios y paramilitares, el aislamiento diplomático. Eso y mucho más se ha aplicado contra Venezuela por parte de los Estados Unidos, una política que está siendo continuada por Joe Biden, quien siempre ha manifestado su animadversión contra el gobierno de Nicolás Maduro y reafirmó su apoyo al títere Juan Guaidó, a quien reconoce como “presidente legítimo” de Venezuela, junto con otros países de lo que se autodenomina “Comunidad Internacional”.
Aunque los asesores de Biden hayan afirmado que no van a insistir en la opción militar directa, mantienen las mimas tácticas de la guerra híbrida de desgaste, de bloqueo económico y financiero, que ha significado el desplazamiento de millones de venezolanos fuera de sus fronteras y una disminución del nivel de vida de gran parte de la población. Eso se acentúa más en tiempos de pandemia, donde el “humanitario” Biden bloquea el acceso de Venezuela a sus propios recursos ‒secuestrados por Estados Unidos e Inglaterra en consonancia con los bancos y el sistema financiero internacional‒, indispensables para comprar vacunas y accesorios médicos.
Tal es el nivel de criminalidad que exhibe el gobierno de Joe Biden que ha impedido el acceso a la suma de diez millones de dólares que necesita Venezuela para acceder a los beneficios del fondo Covax, creado por la ONU, para garantizar el acceso de los países pobres a la inmunización sanitaria contra la Covid-19. Además, como parte de la piratería financiera el Banco Suizo UBS señaló que los 110 millones de dólares que Venezuela ha enviado para ser incluido en el programa Covax, de un total exigido de 120 millones, fueron bloqueados y están bajo investigación. Esto significa negar el acceso de once millones de vacunas a los venezolanos. En eso está la mano criminal del Bonachón gobierno de Joe Biden.
Esta es una medida cruel y criminal de la administración de Joe Biden con el pueblo venezolano, que caracteriza muy bien lo que es el “imperialismo benévolo”.
CONCLUSIÓN
Los elementos analizados en este ensayo son ilustrativos de la política del imperialismo estadounidense con relación a su tradicional patio trasero, hoy por hoy un lugar estratégico en los esfuerzos de Estados Unidos por recuperar su maltrecha hegemonía. Si existen cambios son puramente cosméticos, aplaudidos como una gran transformación por la falsimedia globalista y sus ideólogos, adeptos incondicionales al dominio imperialista de los Estados Unidos. Si se mira la trayectoria del propio Joe Biden queda en evidencia que es un imperialista puro y duro y nada indica, como se evidencia en los primeros ocho meses de su gobierno, que vaya a cambiar la política de garrote y zanahoria que el imperialismo siempre ha usado en nuestra América. Garrote para los que se opongan y asuman políticas independientes y soberanas y zanahoria envenenada para los abyectos y sumisos.
En esta dirección, la agenda imperialista que hemos examinado tiene un tufillo de continuismo de lo que había hecho Trump para hacer “grande a América”, máxima que en el fondo no se distancia de los anuncios grandilocuentes de Biden de que “América (léase Estados Unidos) está de regreso”. Ese regreso quiere decir para nosotros más de lo mismo de siempre: agresiones, invasiones, saboteo, saqueo, expolio, aunque ahora eso se presente con la cara hipócrita del “humanitario imperialismo benévolo”. No es, además, la primera vez que eso ocurre si recordamos dos momentos anteriores: uno el de la “buena vecindad” de la década de 1930 que fue el apoyo de las tenebrosas dictaduras de los Somoza, los Trujillo, los Ubico; y dos la “Alianza para el Progreso” de J. F Kennedy de la década de 1960 que terminó en la imposición de las dictaduras anticomunistas y de seguridad nacional que dejaron miles de muertos, torturados, desaparecidos, exiliados a lo largo y ancho de nuestra América.
Esto implica que en nuestro continente la historia se repite mil veces como tragedia, una tragedia en la que la mano ensangrentada de Washington interviene en forma directa una y otra vez para mantener incólumes sus intereses estratégicos, En esa dirección es bueno recordar, para terminar, que como dijo el criminal Henry Kissinger, “Estados Unidos no tiene amigos, solo tiene intereses”.
Renán Vega Cantor: Profesor Universidad Pedagógica Nacional
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