Por | 19/05/2022 | Cultura
A 46 años de su desaparición forzada, la condena al papel de los intelectuales en la lucha armada se vio reducida a un pegoteo de volantes en un lugar público que lleva su nombre y posteos en las redes digitales. Con tal pobreza de reflexión, siempre viene bien acudir a un buen compilado de información.
Tal el caso del libro Rodolfo Walsh, de dramaturgo a guerrillero, que Enrique Arrosagaray reedita con los testimonios de más de tres decenas de personas que conocieron y trataron al más destacado ejemplo de intelectual comprometido en la Argentina.
Ambos hechos no tienen vinculación premeditada, ya que la reedición se había encarado mucho antes que la acción de marzo, cuando los Jóvenes de Unión Republicana –una línea del PRO– se descolgaran con su pegatina de defensores “de la vida, la libertad y la propiedad privada” (ver Bendito eres, la nota de Gastón Rodríguez que relata su desagravio).
Que quienes dicen defender la vida y la libertad se expresen contra quien perdió ambas a manos de los verdaderos guardianes de la propiedad privada deja a esa tercera parte de la expresión como la única genuina. Es justo ahí donde se cruzan los intereses de unos y otro: Walsh ponía en foco a los dueños de la propiedad –de la que el pueblo se vio privada–, “esa clase temperamentalmente inclinada al asesinato”. Quién sabe si la mano de obra que contratan sea consciente de ello.
Por parte de esa derecha, la revisión de la violencia política en los ‘70 se limita a cuestionar o mentir sobre quienes adhieren a un modelo que cuestiona aquella propiedad, sea la de los dueños del campo o la de quienes poseen activos en el exterior; con rentas extraordinarias o con las que perduran desde antes de 1810.
Contra las actuales modas editoriales, Arrosagaray se inscribe en la defensa de los valores de su clase, la de los obreros y la de quienes protagonizaron todas las gestas populares desde 1945, sobre las que también escribió. Forma parte de una camada que entiende que cuando los intentos pacíficos por reducir las diferencias entre clases se evidenciaron insuficientes o estériles, una parte de la sociedad optó por la fuerza, con gran apoyo de la mitad de la población, según encuestas de la época. Walsh estuvo entre ellos a finales de los ‘60 y entre sus primeros críticos a comienzos de la dictadura de 1976.
¿Qué hacía, entonces?
Como se sabe, Walsh regresó desde Cuba, donde trabajaba en la agencia Prensa Latina, a mediados de 1961; comenzó con una etapa de relativo aislamiento en el Tigre y poco a poco incrementó su compromiso militante, con libros o con diarios, desde el movimiento obrero.
Los testigos de aquel periodo, hasta el 25 de marzo de 1977, están hilvanados en el libro de Arrosagaray. En sus páginas, los entrevistados cuentan cómo veían a Walsh en los lugares donde lo trataron, durante sus jornadas de trabajo o de política, con ratos de diversión o de broncas, de arte, de investigación y de pobreza.
Osvaldo Bonet lo recuerda sobresaltado en el estreno de La granada, escrita por Walsh; el actor Alfonso de Grazia, sorprendido de que alguien le preguntase por aquella obra teatral, se reprocha no haberlo conocido más a pesar de haberlo tenido tan cerca; Carlos Aznarez, Lila Pastoriza y Lucila Pagliai describen al periodista investigador en la clandestinidad de ANCLA; Laura Bonaparte rememora comidas incomibles, y lo recuerda riéndose, sobre todo jugando y riéndose; Patricia habla de su papá; el Indio Eduardo Allende sigue discutiéndole en el Sindicato de Gráficos y el Negro Francisco Alonso lo oye entrevistar al Griego Domingo Blajaquis, a Raimundo Villaflor y a él mismo, por el tiroteo en la pizzería La Real, escenario de Quién mató a Rosendo; Lilia Ferreyra habla sobre su compañero por diez años; Rogelio García Lupo y Horacio Verbitsky ven al amigo y al colega íntimo. Muchas otras voces reconstruyen los tramos del Walsh que conocieron.
“Es notable cuánto aprende uno mientras entrevista –le dijo Arrosagaray a El Cohete desde su casa en Avellaneda–, sobre todo acerca de hechos que los gobiernos de turno trataron de ocultar. Además, como cada entrevistado lo cuenta desde su punto de vista, aparecen matices, claroscuros inesperados”.
Su libro en 2006 había estado a cargo de Editorial Catálogos, pero para esta versión ampliada se reunieron Cienflores y Campana de Palo, desde donde evaluaron: “Como editores de libros políticos, siempre hemos preferido el rigor histórico a la mistificación. No es que falten ejemplos de heroicidad en las luchas contra las dictaduras que sufrimos, pero en Walsh encontramos un caso especial (…) El ejercicio de una conciencia crítica y autocrítica muestra su coraje, no solo frente a sus enemigos sino también en cuestionamientos frente a aspectos de la política de su propia organización”.
Esos señalamientos a Montoneros fueron formulados en el momento y se conocen como Los Papeles de Walsh (aunque uno fue escrito por Verbitsky y es fácil de identificar por su redacción en tercera persona del plural).
En la actualidad
Hoy los cuestionamientos hacia aquella violencia insurgente no se dirigen a los ex montoneros que no integran el gobierno ni a los que militan desde la oposición, como Patricia Bullrich. Ni siquiera el ex jefe Mario Firmenich recibe tantos improperios como Walsh o Verbitsky. Con lo cual es lógico concluir que no les importa el pasado sino incidir en el presente.
En esa línea, las grandes empresas editoriales han puesto en el mercado libros de autores que buscan un paradigma contrario al de Walsh-HV. Algunos ligados a los servicios de inteligencia como Juan Tata Yofre; otros, con el declarado interés de construirse como el anti-paradigma de ese periodismo, a confesión de Ceferino Reato, autor del reciente Masacre en el comedor, la bomba de Montoneros en la Policía Federal, cuyos planteos fueron motivo de debate con Diego Sztulwark (el entrevistador de Vida de Perro) y pueden ser consultados en cuatro envíos de la Agencia Paco Urondo: Atacan a Walsh, La jibarización de Walsh, por Diego Sztulwark, Debate sobre Walsh: la réplica de Ceferino Reato y Continúa el debate Reato-Sztulwark: Defendiendo la lucha de clases de Montoneros. (Dicho sea de paso, Sztulwark cita allí el libro previo de Arrosagaray: Walsh en Cuba, Catálogos, 2004. En cambio, Reato copia un par de párrafos con declaraciones de Jorge Lewinger tomadas del último volumen de Arrosagaray sin mención de la fuente).
Esa bomba a la Federal es otra de las obsesiones de las derechas en su intento por achacársela a HV por sospecha de cercanía. Sin fundamento, lo único que consiguieron fue la denuncia de un policía sobreviviente, en una causa impulsada por el abogado Norberto Ángel Giletta, ex juez durante la dictadura. Esa operación fue rechazada por el fiscal Jorge Álvarez Berlanda, la jueza María Servini y la Cámara Federal debido a su “orfandad probatoria”. Tal avanzada había sido la respuesta directa a su intervención en la “causa Simón”, en la que el juez Gabriel Cavallo, la Cámara Federal y la Corte Suprema declararon la nulidad de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida.
A los lectores de El Cohete no se les escapará que su director fue quien a partir de 1977 prosiguió la labor de la agencia ANCLA creada por Walsh, cuya memoria en los albores de la democracia rescató de entre los miles de desaparecidos (revista El Periodista, 22 de septiembre de 1984). Fue también el primero en escribir un libro sobre su compañero: Walsh y la prensa clandestina (De La Urraca, 1985).
Nadie le reprochó nada hasta la década del ‘90, cuando sus investigaciones motivaron la reacción de los poderosos que acudieron a los servicios de inteligencia del menemismo: “Una operación montada por la SIDE en un expediente paralelo a la causa Born, caratulado ‘Actuaciones Internas’, N° 41.811, manejado por el fiscal Romero Victorica y abierto con la declaración de un conocido de Rodolfo Galimberti: Juan Daniel Zverko, quien se presentó de forma voluntaria, ‘en homenaje a los caídos de ambos bandos’” (Marcelo Larraquy-Roberto Caballero, Galimberti, Norma, 2002).
En pos de instalar el mito de que HV era un importantísimo oficial de Inteligencia montonera había que ascender a Walsh. Para eso fue fundamental la entrevista de Enrique Llamas de Madariaga a Firmenich en un estudio de televisión, a la que asistió como observador Atilio Cadorín, del diario La Nación, quien dio cuenta de que se trataba de una puesta en escena al servicio del gobierno de Carlos Menem.
Aquella versión y su desmentida fueron planteadas por Arrosagaray al ex jefe montonero, pero el diálogo no tiene una buena resolución. Mucho más preciso fue HV al relatar cómo era el escalafón, quiénes lo integraban, qué rangos tenía cada uno, qué hacían y hasta dónde llegaron. Todo eso puede ser revisitado en esta reedición ampliada en otros detalles, como las referencias a las novedades editoriales de estos días con el debate Stulwark-Reato, aunque sin profundizar en el atentado.
La insistencia por endilgar a Walsh episodios por los que no puede responder nace en la estrategia de perseguir por extensión a quien molesta en la actualidad. Parte de esas reacciones se extienden por las redes y llegan hasta Wikipedia, donde hay constantes guerras de ediciones por dar acusaciones como reales, aun cuando Reato no repite la mentira de instalar a Walsh como “jefe” y hasta ha tenido el decoro de aclarar que “no hay pruebas de que Verbitsky haya participado del atentado”.
Nada de eso importará a quienes mienten y mienten en pos de que algo quede. En cambio, para quienes quieran conocer al hombre que avanzó más que nadie en el camino desde las letras a la acción, el libro de Arrosagaray es un compendio apreciable.
Aunque, en el fondo, todos sepan que lo que las derechas no le perdonan a Walsh es lo que les endilgó como nadie en su Carta Abierta: “Lo que ustedes llaman aciertos son errores, lo que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”.
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