La historia de la política internacional de los siglos XX y XXI se asemeja a un gran tablero de ajedrez donde los más variados líderes mundiales hacen sus jugadas.
Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta
Debido a su necesidad de elaborar complejas estrategias, el ajedrez ha sido estudiado a lo largo de la historia en Occidente por numerosos líderes políticos y militares de distinto signo. Es conocida la afición de Napoleón por el juego de blancas y negras; incluso, hay una apertura con su nombre a pesar de ser recordado como un jugador mediocre que solía perder partidas contra sus oficiales o alguno de sus soldados. George Washington adoraba el juego y lo solía usar para planificar sus batallas militares. Estados Unidos tuvo su campeón mundial durante el siglo XIX, Paul Morphy, pero tendría que esperar recién cien años para tener a otro, tras la aparición casi milagrosa de Bobby Fischer. La hegemonía europea, salvo durante el reinado de Morphy, fue total durante aquellos años. Esto se rompió cuando, en la década de 1920, apareció el cubano José Luis Capablanca, metáfora del surgimiento de América como un actor económico en el concierto internacional de las naciones.
En América Latina, la potencia ajedrecística siempre fue Cuba. Cuna de leyendas ajedrecísticas como Capablanca -el primer jugador denominado como el “Mozart del Ajedrez”-, quien derrotó en una histórica partida al soviético Alekhine en Buenos Aires, en 1927. Fidel Castro compartía su pasión por el juego-ciencia con Ernesto Guevara: “El Che sabía más que yo, porque realmente Che había estudiado y yo jugaba más bien por intuición. Era un poco guerrillero y algunos partidos se los gané, pero él ganaba la mayor parte de las veces porque sabía más ajedrez que yo. Y realmente le gustaba. Aun después de la Revolución, él siguió estudiando el ajedrez”. Existen incluso imágenes de una partida mantenida entre Fidel y Bobby Fischer durante las olimpiadas de 1966 en Cuba. También se conservan partidas de Guevara, donde es sencillo detectar su dedicación y pasión con el estudio del juego. Quizás no era un gran jugador, pero tenía muy claras ciertas nociones que se le escapan al jugador amateur común. El ajedrez mantiene su popularidad en Cuba, todavía hoy, en ese país tan maravilloso como fascinante, donde parece que el tiempo no pasa. Es fácil cruzarse con dos cubanos ensimismados, sentados en alguna plaza sobre cajones de ron, disputando una encarnizada partida. Entre sí y contra la historia.
Por supuesto, también lo jugaba Vladimir Ilich Ullianov, más conocido como Lenin, de quien solo se conserva una partida registrada. El ajedrez se desarrolló en la Unión Soviética (URSS) durante el siglo XX como un asunto de Estado. El mismo John F. Kennedy, durante uno de los puntos más complicados del conflicto, declaró que Estados Unidos jugaba al póker mientras que los soviéticos jugaban al ajedrez. No es casualidad, entonces, que uno de los episodios más conocidos en la historia del deporte haya sido el histórico enfrentamiento entre el norteamericano Bobby Fischer y el soviético Boris Spassky. La URSS tenía la corona indiscutible del campeonato mundial y ningún otro país podía hacerle frente.
En el contexto de la Guerra Fría, eran pocos los deportes entre los cuales podían enfrentarse los líderes de ambos bloques. El fútbol era, prácticamente, inexistente en Estados Unidos. En el básquet, tampoco había competencia posible, ya que, incluso con jugadores amateurs, los norteamericanos vapuleaban a los soviéticos. Por eso, cuando apareció un genio individual en Estados Unidos que podía enfrentarse dignamente o derrotar a la maquinaria estatal soviética, la expectativa fue total. Era la típica historia del “American Dream”: un hombre solo, sin ayuda de ningún aparato, contra todo un imperio. Fischer ganó aquella serie de partidas en 1972, sin embargo, su espiral mental descendente continuó y nunca más volvió a competir a nivel profesional. Spassky terminó exiliándose en Europa tras desertar de la URSS.
El ajedrez se utilizó en muchas ocasiones como método de mini “enfrentamientos” entre distintos sistemas económicos o políticos. Hay muchos ejemplos de ello en la historia: La Bourdonnais y McDonnell, representando a la Francia de la Revolución y a la Inglaterra imperial respectivamente; Capablanca y Alekhine, entre la América capitalista y la Europa comunista; o el ya citado duelo de Fischer y Spassky. La propaganda soviética lo usó durante toda la Guerra Fría para mostrar su superioridad intelectual contra el decadente Occidente. Sin embargo, la última gran rivalidad, quizás la mayor de todas, fue la que enfrentó a dos soviéticos representantes de dos épocas distintas del Estado desaparecido. Anatoli Karpov era un militante comunista de toda su vida, defensor del “antiguo régimen”, mientras que Gary Kasparov era amigo de Boris Yeltsin y representaba el cambio que auguraban la Perestroika y la Glasnot de Mijail Gorbachov. Se enfrentaron 144 veces durante diez años y, en el medio, la URSS se desintegró. Kasparov tuvo una actuación política posterior, siendo un declarado enemigo de Vladimir Putin. El presidente ruso también juega e, incluso, movió sus piezas para poner al frente de la Federación Internacional del Ajedrez a un alfil propio, el también ruso Arkady Dvkorvich.
El actual campeón mundial de ajedrez nació en 1990 en Noruega y se llama Magnus Carlsen. Fue el segundo jugador occidental, después de Bobby Fischer, en romper con la hegemonía absoluta de la escuela soviética. Tras la desaparición de la Unión Soviética, el deporte perdió la popularidad internacional que supo tener en el siglo XX. Quizás debido a la inmediatez de estos tiempos, no parece muy sensato poner en horario central a competir a dos personas moviendo piezas sobre un tablero de 64 casilleros.
La política internacional nunca se pareció más a un tablero de ajedrez que durante las décadas que duró la Guerra Fría. No obstante, hoy existe un enfrentamiento similar, por distintos motivos, entre China, Estados Unidos y Rusia. Un enfrentamiento donde las piezas se mueven todos los días y en el que cualquier paso en falso puede significar una derrota catastrófica para las aspiraciones del jugador. Hay millones de jugadas posibles ante un movimiento de una pieza, las cuales se multiplican por miles a medida que el juego avanza. Quizás, por eso, el deporte ciencia se parece tanto a la política. Aunque, tal vez, a partir del crecimiento imparable de China, sea tiempo de comenzar a aprender, también, como jugar al Xiangqi.
*Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta
0 Comentarios