Con hambre no se puede pensar

 Por Emilio Fernández

Las expresiones de la cuestión social y las manifestaciones de la explotación y segregación que nuestro sistema nos deja, se ven en muchas cosas. A veces vemos gente viviendo en la calle, a veces vemos niños laburando, a veces vemos gurises de 14 o 15 años enfierrados que ven como salida laboral ser narcos. 



De un tiempo a esta parte, ha estado en boca de muchos una cuestión que alimenta todo estos problemas, y que al mismo tiempo nos muestra a las claras que este gobierno es funcional al sistema, y es servicial a los grandes capitales. Porque mientras aumentaban las exportaciones y los depósitos bancarios rompían récords, cada vez hay más niños y adolescentes que concurren al comedor de los centros educativos para poder llenar la panza. 


No es casualidad que las ollas populares fueron y son protagonistas del Uruguay pandémico, donde para el gobierno fue más relevante el uso de mascarilla, que asegurar dos platos de comida al día para la gente que realmente vio afectada su situación en la pandemia. Tanto es así que frente al aumento de concurrentes a los comedores de escuelas y liceos, no se vio un aumento de presupuesto acorde a lo que la realidad escupe. 



El aumento de niños y adolescentes con hambre es claro reflejo de la situación país, donde durante la pandemia se perdieron innumerables puestos de trabajo formal, pero más aún trabajo informal. Aquellas personas que se mantenían con alguna changa, e iban viendo el día a día, fueron azotados brutalmente por una pandemia, que acompañada por la desidia de un gobierno que ignoró esta realidad, los dejó con una mano atrás y otra adelante. Los hijos de estas personas seguramente fueron quienes empezaron a concurrir al comedor, al no poder llenar la panza en la casa. Pero el problema no solo radica ahí, si no en que no hubo un aumento de presupuesto que acompaña este crecimiento de comensales. Las partidas que se enviaban generalmente daban para los primeros días de la semana, por lo que se tuvo que racionalizar la comida (por más triste que suene), o en un extremo haciéndose cargo los docentes y funcionarios de tapar los agujeros  presupuestales que hay. 


Está por demás probado que los problemas alimenticios traen consigo problemas en el aprendizaje; imaginen a ese pseudo clase media que se malhumora cuando tiene hambre, imaginen que se acueste sin cenar, ni desayunar, y todavía no tener asegurado el almuerzo. Sumenle a eso tener que ir a clase, tener que prestar atención, y después tener  que cumplir con las expectativas de las autoridades. Una nota de La diaria publicada en junio ejemplificaba como esto no solo era cuestión de economía, si no de segregación. En algunos liceos, al carecer de cupos disponibles, se procedió a derivar a adolescentes al comedor de escuelas cercanas. Esto significaba para los y las jóvenes no solo la vergüenza de pedir comida (actividad que históricamente ha dado vergüenza a quien pide, cuando tendría que darle vergüenza a quienes permiten que suceda), si no que se le sumaba el hecho de tener que volver a la escuela, compartir mesa con niños y niñas, y quizá ser señalados por sus compañeros y compañeras de lice. Sucedió en más de un caso que no volvieron a clase, o peor aún, no volvieron al comedor.


Se filtraron recientemente dos estudios realizados por ANEP respecto a la situación alimentaria de niños y adolescentes, el cual arroja resultados realmente preocupantes. De los niños que asisten a escuelas públicas, un 43.5% presenta inseguridad alimentaria, y un 9.7% está en una situación grave. Referido a la situación en los liceos los números son de 28% de inseguridad moderada, y un 11% de inseguridad alimentaria grave. 



A título personal creo que en vez de camisetas, para que nos vaya bien en las pruebas PISA, habría que “regalar” (por no decir asegurar) algo tan simple como que nuestros gurises coman dos veces al día. 

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