Hong Kong: radiografía del lugar más cyberpunk del planeta

Por Rama Branch

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Uno de mis géneros preferidos desde que tengo memoria, es el cyberpunk. Me entró primero a una temprana edad por joyitas cinematográficas como Blade Runner o Akira, y por algún juego de PC como el icónico TekWar de William Shatner. Algo me atraía poderosamente a esos mundos distópicos, donde el vacío dejado por gobiernos precarios o directamente inexistentes permitía a las megacorporaciones reinar en lo más alto de modernos rascacielos sobre un proletariado cada vez más numeroso e ignorante de su condición, cegado por el neón y anestesiado por las nuevas tecnologías que rigen su vida.

 


 


A medida que me hice más grande y seguí ahondando en el subgénero también a través de la literatura y con un ojo más crítico y maduro, fui capaz de ver más allá de las luces de neón y los androides con brazos biónicos, y descubrir - no sin cierta inquietud - muchas similitudes entre los universos retratados por Bruce Sterling, Philipp K. Dick o William Gibson y el mundo en que me tocaba vivir a mi día a día.


Así fue que cuando decidí venirme a Asia, el primer destino elegido fue Hong Kong, el lugar cyberpunk del planeta por excelencia, donde la puja entre la tecnología de avanzada y el apego a los modos de vida tradicionales del continente milenario marcan el ritmo diario de uno de los territorios más densamente poblados del globo.


Uno de los lugares que le dieron a Hong Kong la fama de ser la capital mundial del cyberpunk, fue la ciudad amurallada de Kowloon

Originalmente un fuerte militar chino, tras la cesión de Hong Kong al Imperio Británico a finales del siglo XIX se pobló lentamente por gente que llegaba al territorio de distintos lugares de la China continental en busca de trabajo, y llegó a albergar en sus casi tres hectáreas a más de 50.000 personas, convirtiéndolo en el lugar más densamente poblado del Planeta


Debido a su intrincada arquitectura - no olvidemos que fue diseñado como una fortaleza-, la policía no se atrevía a entrar y las tríadas (nombre con el que se denominan a las mafias chinas) tenían vía libre para llevar adelante sus operaciones en la zona que iban desde la prostitución y el juego clandestino a la práctica ilegal de la medicina y el tráfico de órganos. 


Llegados los noventa, un Hong Kong independiente (o lo más independiente que puede ser una minúscula ciudad-Estado al lado de la gigantesca y pujante China) ya no tenía lugar para aquella manzana apestada descomponiéndose en el medio de la metrópoli, que asaltaba con su nauseabundo olor -no solo en sentido figurado- las oficinas de los empresarios de las multinacionales que ahora gobernaban la urbe, y sitiaban la ciudad amurallada de Kowloon con colosales y modernos rascacielos. 


Así fue que en el año 1993 el gobierno local demolió la piedra en el zapato de un Hong Kong que ahora bailaba al ritmo de otra canción, la del capitalismo más radical, que sin tapujos y en grandes letreros de neón en la cima de los edificios -Toyota, HSBC, Toshiba, LG- le recordaba a los más de 7 millones de habitantes quienes eran los nuevos jefes de plaza.


Se levantó un parque en el nuevo terreno disponible tras la demolición - con su respectivo Shopping Mall a la entrada y un conveniente 7/11 en cada esquina - y se hizo un esfuerzo por hacer de cuenta que lo que representaba la ciudad amurallada de Kowloon era parte del pasado de la nación. 


Ante la imposibilidad de visitar el monumento cyberpunk por excelencia, tras una breve búsqueda online me encontré con la existencia de las Chungking Mansions, un edificio conformado por cinco bloques de 17 pisos cada uno en el que viven aproximadamente 4.000 personas. Mi deseo de experimentar algo parecido a lo que fue la icónica ciudad amurallada y la capacidad de encontrar el alojamiento más económico de todo Hong Kong en alguno de los múltiples hostales y pensiones que funcionan en las entrañas del inmueble, me llevaron a reservar una habitación allí para los cinco días que pensaba a pasar en la ciudad-Estado.



 

Diciembre de 2015


Llego a la puerta del edificio en un ómnibus desde el aeropuerto, y al poner un pie en la acera me veo rodeado por no menos de diez indios que mostrandome coloridos carteles con fotos de habitaciones, precios en Hong Kong dollars y gritando en un inglés precario y estridente me intentan llevar hacia los hoteles para los que trabajan. Su interés en mi persona disminuye cuando les digo que ya tengo una reserva y se alejan en busca de otros posibles clientes, a excepción de uno que me agarra del brazo y me guía al interior de las Mansions entre promesas de llevarme a mi hotel.


Si sueltan a alguien adentro de aquel edificio sin decirle en qué país se encuentra, es prácticamente imposible adivinar que uno está en Hong Kong, ya que no hay ni un cartel en mandarín, nadie habla el idioma local, ni se ven rostros típicos de aquella parte de Asia. 

La planta baja a través de la cual mi nuevo guía me conduce, está repleta de locales gastronómicos con banderas de distintos países (Nepal, India, Pakistán, Sri Lanka, Etiopía, Filipinas) que invaden el congestionado corredor de distintos olores y asaltan mi nariz con violencia. Además de restaurantes, hay distintas tiendas de venta de artículos de electrónica, telefonía celular, DVDs, ropa, joyería y artículos importados de distintos países de África, el Medio Oriente o el Sur de Asia. El techo no es más que un manojo de cables de distintos colores y tamaños y múltiples cañerías y tubos de diverso espesor que cuelgan sin ningún revestimiento sobre las cabezas de los transeúntes.


Mientras esperamos el ascensor, mi guía hace caso omiso a un cartel colocado al lado de la botonera que pide en inglés “NO ESCUPIR”, y lo hace dentro de un tacho de basura desbordado, rodeado de papeles y cucarachas que parecen ignorar la presencia de humanos a su alrededor mientras buscan restos de comida entre la mugre. 

Ya en el sexto piso, me suelta enfrente a un cartel que reza “GERMANY HOSTEL” y se apresura a volver a la planta baja en busca de nuevos clientes.

Al cruzar el umbral, me recibe una alegre música en un idioma que desconozco pero que seguro no es alemán, como podría sugerir el nombre del hotel. La oficina no tiene ninguna abertura más que la puerta de entrada, y el humo bajo y denso de un incienso colocado sobre la recepción satura el diminuto ambiente.

Detrás del mostrador se encuentra un hombre sud asiático entrado en años, con un turbante naranja y una poblada barba gris propia de los sikhs. A su lado dos jóvenes de similar aspecto interrumpen su animada charla al verme entrar. Tras encontrar mi reserva, un cuarto hombre en el que no había reparado al entrar y que estaba -aparentemente- debajo del mostrador, me dirige a mi habitación, un piso más arriba.


En un pasillo de no más de dos metros de largo iluminado por un tubo de luz titilante, hay seis puertas enfrentadas, tres de cada lado. Mi habitación es la última de la fila de la izquierda, situada justo al lado de una mesa con una jarra de agua caliente desenchufada y caída y un microondas que desvela restos de varias comidas calentadas previamente en él, pegadas en la puerta abierta.

El cuarto es diminuto y necesito de poco más de tres pasos largos para atravesarlo de punta a punta. Parado en el medio de las dos camas que ocupan casi todo el espacio y estirando los brazos hacia los lados, puedo prácticamente tocar ambas paredes laterales. El baño es tan pequeño que la regadera está colocada sobre el inodoro, haciendo la tarea de ducharse un tanto incómoda. Cuando voy a quejarme mentalmente por las condiciones de la pieza, recuerdo que estoy pagando 50 USD la noche cuando el promedio por una habitación de hotel en Hong Kong es de 200 USD. 

Decido bajar a probar alguno de los restaurantes  que abundan en la planta baja pero que nunca había visto en mi Uruguay natal, aunque esta vez lo hago por las escaleras, para conocer más del edificio.


Deteniéndome en cada planta, veo que la mayoría están ocupadas por otros hoteles y casas de huéspedes, aunque algunas tienen casas de masajes y otros restaurantes. Me encuentro con más gente que sube y baja por las escaleras y una vez más, ninguno es local: son sud asiáticos, africanos o bien son otros viajeros con un presupuesto limitado y/o una atracción por lo barriobajero y el cyberpunk. Viendo el movimiento presente en cada planta, comienzo a tomar conciencia del dato que leí previamente de que aproximadamente 4.000 personas viven en el edificio. Es probable que dicha cifra se quede corta.


Mientras busco un lugar donde comer, dejándome llevar por los distintos olores y las comidas expuestas en vidrieras y escaparates de vidrio -por su apariencia la mayoría generosa en aceites y grasas-, soy asaltado por una catarata de ofertas de distintos vendedores ambulantes que parados en umbrales o descansos entre los locales, al verme pasar caminan junto a mí susurrándome distintas tentaciones al oído que no se pueden publicitar en coloridos carteles como los hoteles o los restaurantes. “Marijuana for you my friend, best one in Hong Kong. Or you prefer hashish? Good chocolate, not expensive”. Tentador, pero por ahora no. Al ver el intento fallido del primer pregonero que ahora retrocede y se pierde entre la gente, es el turno de otro joven sud asiático, de impecable camisa blanca, pantalón caqui y sandalias marrones de cuero, para hacer su avanzada: “Hello my friend” me saluda esbozando una pícara sonrisa mientras pasa un brazo por sobre mis hombros. “You want to meet beautiful chinese girl? Let me take you upstairs, if you dont like, you don't pay. Real chinese girl, no filipino, no indonesian, chinese”, me recalca. Ante mi falta de respuesta, busca alternativas: “What about a boy then? Meet my chinese friend, nice boy, strong boy”. Sacudo la cabeza en negación, y por suerte se rinde: me atormentaba pensar cuál iba a ser su tercer oferta ante la negativa por las dos primeras. El tercero, más veterano y hablador, parece cubrir todos los rubros y tras mi negativa por hachís, marihuana, cocaína, viagra, xanax, chicas, chicos y chicas-chicos, se saca un brillante reloj de la muñeca e intenta ponerlo a prepo en la mía: “Try my watch, same same like Rolex, but different”. Lo rechazo bruscamente y para capear el temporal de sórdidos pregoneros, me meto en el primer restaurante que aparece a mi izquierda, con una guirnalda de banderas indias sobre el portal. Pido un curry, y un naan de ajo, y tras comer vorazmente subo rápido a mi habitación y dejo que el jetlag me noquee hasta la mañana siguiente.





Números en contexto


El índice de desarrollo humano (HDI por sus siglas en inglés) posiciona a Hong Kong cuarto en el Mundo, solo superado por Noruega, Irlanda y Suiza, e igualado con Islandia. Sin embargo, si nos remitimos al índice IHDI (un indicador derivado del HDI que además tiene en cuenta la desigualdad económica a la hora de calcular los puntajes), Hong Kong cae hasta el puesto 21


Se estima que una de cada cinco personas en Hong Kong vive por debajo de la línea de pobreza, un número mayor que en países como Camboya, Botswana, Jamaica o Kosovo.

Sería difícil entender cómo la pequeña ciudad-Estado se posiciona tan alto en la lista de países según su HDI considerando que más del 20% de sus 7.5 millones de habitantes viven en la pobreza, si no fuese por otra chocante estadística que nos ayuda a comprender mejor el quid de la cuestión: los activos de los 21 mayores magnates de Hong Kong son iguales que las reservas fiscales del gobierno de la Nación.

 


 


Viendo más allá de los ránking y de indicadores matemáticos que miden a los países por determinados indicadores de forma independiente y sin tener en cuenta el contexto, es fácil encandilarse con los números e imaginar en Hong Kong una suerte de paraíso capitalista que logró deshacerse de la influencia de su gigante y “comunista” vecino y alzarse independiente y vanguardista, como una potencia económica Mundial.


Sin embargo, lugares como las Chungking Mansions son un vivo ejemplo de la desigualdad reinante en el micro-Estado en el que un puñado de acaudalados financistas se benefician del trabajo y de los sueños de una masa empobrecida que viene desde la China continental u otros países de la región en busca del Hong Kong Dream.


Otro ránking en el que Hong Kong lidera por sobre el resto del Mundo, esta vez sin tanto orgullo, es en el de vivienda más costosa del Planeta. Un apartamento de apenas 60m2, tiene un costo promedio de unos 9.600.000 HKD (aproximadamente 1.240.000 USD).


En el periodo comprendido entre el 2007 y el 2017, el precio de compra y renta de un apartamento se incrementó en 273,9% y 100,1% respectivamente. El aumento del poder adquisitivo del ciudadano promedio sin embargo solo subió un 35,4%, haciendo imposible para la mayoría alcanzar el sueño de una vivienda propia, y forzando a la clase trabajadora a buscar opciones de alojamiento alternativas, como apartamentos ya pequeños de por sí, subdivididos por el dueño en unidades de vivienda más reducidas permitiendo a más gente vivir en un mismo espacio y abaratando costos.


El espacio para construir nuevas viviendas es limitado y eso puede explicar lo exorbitante de los precios, ya que Hong Kong cuenta con apenas 2.755 Km2 de territorio, aproximadamente la mitad del departamento de Canelones en Uruguay, o el 60% de la ciudad de Buenos Aires. 


El gobierno tiene un programa de vivienda pública que a través de diferentes alternativas le permite a los residentes de más bajos recursos rentar o comprar un apartamento a precios considerablemente menores que los del mercado privado. Se estima que aproximadamente la mitad de los residentes de la nación acceden a su vivienda a través de este método.

En el año 2013 fue anunciado un plan para construir 280.000 unidades extra en los New Territories (la más rural y extensa de las tres regiones en las que se subdivide Hong Kong junto a Kowloon y la isla principal) en los siguientes diez años. Sin embargo la construcción está retrasada y se estima que sólo se podrán construir 236.000 residencias y recién para el periodo 2026-27.


Un país, dos sistemas


Cuando Hong Kong fue devuelto al control chino por parte del Reino Unido en el año 1997 y definido como una “Región Administrativa Especial”, uno de los principios incluidos en la negociación fue la posibilidad de que el territorio pudiese conservar su sistema gubernamental, legal y económico, y operar como una entidad separada de la China continental en distintos ámbitos internacionales. Dicho principio (que también aplica para la vecina región de Macao), se conoce con el nombre de “Un país, dos sistemas”.


El 17 de febrero del 2018, Tony Chan, un joven hongkonés de 19 años se fue de vacaciones a Taiwán con su novia Amber Poon, también hongkonesa, de 20 años.

Cuando estaban a horas de regresar de sus breves vacaciones, la pareja tuvo una fuerte y violenta discusión. Tony Chan en un ataque de ira, asesinó brutalmente a su novia golpeándole la cabeza contra la pared y posteriormente estrangulandola. Colocó el cuerpo sin vida de Amber en una valija y se fue a dormir. Al día siguiente de camino al aeropuerto se deshizo de la maleta en un descampado y abordó un vuelo de regreso a Hong Kong.


Ya de regreso en su tierra natal y tras una investigación de la policía de ambos países ante la denuncia de la familia Poon, Tony Chan fue detenido por autoridades locales y confesó el crimen.


Pese a tener la confesión del asesino, al no haber un acuerdo de extradición entre ambos países ni un tratado de asistencia jurídica mutua, Chan no pudo ser juzgado y su crimen continúa impune al día de hoy.

 


 


El asesinato de Amber Poon cobró trascendencia mediática rápidamente, y el gobierno de Hong Kong lanzó un proyecto de ley que permitiera la extradición de prisioneros desde el territorio no solo a Taiwan, sino también a la China continental y Macao.


Dicha propuesta causó revuelo no solo domésticamente sino en la comunidad internacional, temiendo que la nueva ley pudiese erosionar la autonomía de Hong Kong y permitir que no solo criminales comunes fueran extraditados hacia China, sino objetivos políticos de Beijing.


La situación generó un clima de violencia en el país que suscitó una serie de protestas en los siguientes meses con un saldo de dos manifestantes asesinados por la policía, 2.600 heridos y 10.250 detenidos.


Otro sonado caso que deja en evidencia la frágil separación existente entre ambas naciones, fue la desaparición de cinco trabajadores de Causeway Bay Books, una librería y editorial independiente que tenía sede en Hong Kong. La editorial fue fundada en 1994 y era reconocida por vender y producir libros políticos, muchos de ellos prohibidos en la China continental. 


Entre octubre y diciembre de 2015, cinco de sus principales empleados desaparecieron tanto en Hong Kong como en Tailandia y en China. Lee Bo, desapareció repartiendo libros en el distrito de Chai Wan y horas más tarde llamó a su mujer desde un número de Shenzhen (la ciudad localizada al otro lado de la frontera, en China) para decirle que había tenido que hacer un viaje de urgencia y que no volvería a casa por un buen tiempo.Gui Minhai, autor de más de 200 publicaciones, fue llevado desde su casa en Pattaya, Tailandia por cuatro hombres chinos vestidos de civil y transportado a la vecina Camboya desde donde se perdió su rastro. Por su parte Lam Wing-kee (fundador de la editorial), Cheung Chi-ping (manager) y Lui Bo (accionista mayoritario) fueron todos detenidos en distintas ciudades de China. Autoridades provinciales de Guangdong (territorio chino que limita con Hong Kong) confirmaron posteriormente que todos habían sido detenidos en relación a una multa de tránsito. 


Los cinco detenidos fueron puestos en libertad después de ocho meses de detención tras confesar en el medio estatal hongkonés Phoenix TV, “sentirse profundamente arrepentidos del tráfico ilegal de libros y de reproducir falsedades sobre el Presidente chino Xi Jinping”.


Sin embargo Lam Wing-kee se auto exilió a Taiwán y confesó que sus declaraciones post detención habían sido hechas bajo presión de autoridades chinas y como condición para su liberación. En el 2020, refundó Causeway Bay Books en Taipei gracias a donaciones recibidas en un proyecto de crowdfunding.


Si bien esta historia tiene un final en cierta forma feliz, sirve como ejemplo de que el principio constitucional sobre el que se basa la autonomía de Hong Kong es frágil y fácilmente vulnerable por su gigantesco vecino.

 


El futuro ¿también es Cyberpunk?


La “revolución de las sombrillas” en el 2014 (masivas protestas suscitadas tras un proyecto de reforma electoral considerado restrictivo para la autonomía del país) o las protestas por el proyecto de ley de extradición en el 2019-20 tras el asesinato de Amber Chan, nos dejaron algunas imagenes que parecían extraídas del video juego Cyberpunk 2077 o de la novela más violenta que Philip K. Dick nunca escribió. 

Una masa enardecida con los rostros cubiertos por pañuelos y bandanas (para evitar ser identificados por las cámaras de reconocimiento facial), cargando contra un cordón de policía antidisturbios, todos vestidos con trajes blindados de vanguardia, articulados y oscuros, respirando a través de máscaras antigás que los protegen de los gases lacrimógenos por ellos mismos lanzados y que los dotan de un aspecto robótico, genérico y anónimo. 

Y de fondo el neón, siempre el neón, en mandarín, en inglés, bordeando los logos de reconocidas marcas de tecnología, de ropa, los nombres de los bancos, irradiando su colorido brillo por entre el humo de los explosivos y los gases con los que ambos bandos se atacan unos a otros. 


Cuesta imaginar un Hong Kong plenamente independiente, sobretodo si tenemos en cuenta que nunca lo fue: desde su incorporación a la China por parte de la dinastía Qin en el 214 A.C. ha ido pasando de ocupación en ocupación por las manos de casi todos los Imperios que intentaron establecer su dominancia en el continente milenario.


Parece ser que en el frágil equilibrio entre la opresiva injerencia de su vecino al norte y el control que ejercen las corporaciones multinacionales que operan desde las entrañas mismas de la metrópoli moviendo los hilos económicos y políticos de la nación desde las cimas de los rascacielos cual titiriteros, Hong Kong ha encontrado su mayor autonomía en lo que va de historia. 

 


 


La incapacidad -o desinterés- demostrado por los distintos gobiernos de facilitarle a la clase trabajadora el acceso a la vivienda, al trabajo digno y estable o a la educación, parece estar removiendo un nacionalismo inédito en los casi ocho millones de habitantes de la ciudad-Estado, otrora importados de otros lados, pero que tras pasar generaciones en el limitado territorio empiezan a pedir más control sobre las decisiones de lo que sienten cómo su país.


Resta por ver si hay lugar para un Hong Kong verdaderamente independiente o si su futuro pasa por elegir al ocupante menos malo. De momento hay una luz de esperanza -y no de neón-, que se manifiesta en un pueblo cada vez más respondón, más consciente de su poder y menos sumiso ante las fuerzas invasoras, vengan estas desde el norte, por Shenzhen a través de la frontera, o desde más allá aún, blandiendo dólares y con la promesa de construir más rascacielos que aumenten la brecha entre los CEO allá arriba, y el pueblo, allá abajo. 

Sólo el tiempo dirá si el futuro de Hong Kong pertenece al espectro más oscuro del género cyberpunk, o si puede tener un final feliz.



Rama Branch

Chiang Mai, Tailandia, Junio 2021




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