TRADUCCIÓN: VALENTÍN HUARTE
Nuestro mundo prioriza las ganancias por sobre cualquier cosa, y, a menos que uno sea suficientemente rico como para no trabajar, debe organizar su vida alrededor del cuidado y el mantenimiento de un empleo que genere ingresos. Con el fin de distraernos de esta realidad brutal, surgió una tradición completamente retórica, que se remonta a la denominada ética del trabajo y nos exige «hacer lo que amamos».
La obligación de ganar dinero moldea nuestra experiencia del tiempo: minuto a minuto, mientras nos apuramos para tomar el colectivo al trabajo; día tras día, mientras calculamos si tenemos suficiente comida como para evitar la cola del supermercado; y década tras década, mientras consumimos nuestros años formándonos para trabajar y luego nos pasamos toda nuestra vida adulta intentando hacer una carrera profesional. Cualquiera que haya tenido que cancelar planes con amigos, dejar a un niño en la guardería obedeciendo a la presión de las circunstancias en vez de al deseo propio, o trabajar con migraña, sabe que el impulso de acumular ganancias no perdona ni tolera ninguna perturbación, ya sea que se ocasione en algún trauma personal o simplemente en el cansancio.
A lo largo de la historia, los trabajadores desplegaron luchas sangrientas para disputar la porción del día y el período de sus vidas que los patrones tienen derecho a reclamar. Sin embargo, sabemos que hoy están en una posición relativamente débil. Por lo tanto, el impulso a la acumulación que determina a los capitalistas ejerce un control cada vez más ajustado sobre las vidas de los trabajadores.
La cultura del trabajo excesivo está penetrando en muchos sectores, como por ejemplo las finanzas y las empresas tecnológicas, que suelen alentar a que los empleados se identifiquen completamente con sus roles profesionales. Las semanas laborales de setenta horas que resultan de esta práctica logran sortear la urgencia de contratar más personal. Cuando no es considerado motivo de orgullo, este ritmo es aceptado como algo común y corriente.
Otro ejemplo es la flexibilización en el periodismo y en el diseño gráfico, que fuerza a los trabajadores de este rubro a consumir mucho tiempo en elaborar propuestas, ofrecer sus productos y construir un sello propio con la esperanza de ganar trabajos esporádicos. Mientras tanto, sus patrones reciben montones de ideas de artículos y diseños sin obligación de pagar nada a cambio.
Otros sectores, sobre todo los servicios y los comercios minoristas, instituyeron el esquema justo-a-tiempo. Gracias a él, los trabajadores no tienen idea de cuándo ni cuánto tiempo deben trabajar. Estos trabajadores no pueden anotar a sus hijos en guarderías regulares, comprar con anticipación los viajes en colectivo que necesitarán ni hacer planes con sus amigos y sus familias. Con frecuencia sus días están cortados por horas de «tiempo muerto» entre turnos, es decir, tiempo durante el que podrían estar descansando en sus casas o haciendo algo que les gusta.
En fin, nuestro sistema de organización económica y social utiliza una enorme y variada cantidad de métodos para negar y degradar nuestro tiempo. ¿Cómo sería en un mundo distinto?
En una sociedad libre de la carga agobiante que impone la acumulación, el ocio podría convertirse en un aspecto fundamental de la experiencia humana. Hoy solemos confundir el tiempo de ocio con la inactividad y la pereza, y a estas con cierta inmoralidad, pero no es necesario que sea así. En efecto, la palabra de origen latino «negocio» muestra la seriedad con la que algunas sociedades se tomaban el tiempo no laborable. Negocio significa literalmente negación del ocio. Es decir que los romanos describían el trabajo en términos negativos, como un conjunto de actividades mundanas que alguien realizaba cuando debía interrumpir su entrega incondicional a los aspectos agradables de la vida. Si bien no nos gustaría volver a la sociedad esclavista y patriarcal de la antigua Roma, podríamos tomarnos más en serio el tiempo de ocio.
El ocio moderno sería una mezcla de actividad productiva —volveré sobre esto— y vagancia. Como argumentó Paul Lafargue hace más de un siglo en El derecho a la pereza, en vez de considerar las tareas que hoy percibimos como una pérdida de tiempo como algo negativo, podríamos reivindicarlas como un aspecto esencial de la experiencia humana al que todos tienen derecho.
En efecto, pueden surgir cosas fantásticas cuando dejamos vagar nuestro pensamiento. Por ejemplo, Peter Higgs, físico británico nominado al Premio Nobel en 1980 por descubrir cómo adquieren una masa las partículas subatómicas, atribuyó sus avances a la «tranquilidad» y dijo que los extenuantes requisitos de publicación de la academia moderna probablemente hubiesen obstaculizado su investigación, cuando no su carrera científica en general.
Pero también debemos proteger nuestro tiempo de esparcimiento de aquellos que intentarán capturar nuestras ensoñaciones para lucrar con ellas. Es probable que la mayoría de nuestros caprichos no sean tan útiles ni relevantes en términos generales como el de Higgs, pero eso no quita que sean importantes para nosotros. La mayoría de nosotros no sabe qué significa «perder el tiempo» sin ese sentimiento agobiante de que deberíamos estar haciendo algo. En efecto, ¿qué pasa hoy cuando nos entregamos al ocio?
En un mercado mundial que opera continuamente a un ritmo frenético, el tiempo vacío puede ser realmente alienante. Esta condición se impone sobre todo a personas marginadas que no pueden soportar el «espacio del aburrimiento», según la expresión de la que se sirve Bruce O’Neill en su libro The Space of Boredome: Homlessness in the Slowing Global Order. El libro de O’Neill estudia las comunidades sin techo de Bucarest, donde, dos décadas después de la caída del comunismo, la prosperidad es algo que escapa a la mayoría de los rumanos y muchos están completamente excluidos de una sociabilidad capitalista basada en el consumo y en la producción.
Podríamos tomar este tiempo vacío y lento, reclamarlo para nosotros y desarrollar formas de relacionarnos que no estén centradas en el consumo de mercancías. Si efectivamente cada vez hay que trabajar menos, deberíamos reconfigurar nuestras semanas y meses para valorar y utilizar de forma adecuada el tiempo libre, y garantizar que todo el mundo lleve una vida suficientemente digna como para disfrutar de él. Si no nos avergonzara tener tiempo para hacerlo, visitar a nuestros vecinos y charlar con ellos podría ser algo lindo.
Por supuesto, hay muchas personas que disfrutan hacer cosas productivas también en su tiempo libre, como pintar, practicar deportes, cocinar y, aparentemente, apilar leña. Con todo, lo que hace que estas actividades sean agradables es que, liberados de la exigencia de generar ganancias, quienes las realizan trabajan al ritmo que quieren, dándose tiempo para experimentar, equivocarse, abandonar y empezar de nuevo.
Hoy estos pasatiempos suelen ocupar las porciones ínfimas de nuestra agenda que todavía no fueron colonizadas por el trabajo y por las exigencias que nos plantea la reproducción de nuestras vidas.
Ahora bien, no todo cambiaría en nuestro futuro poscapitalista. Todavía habría que producir alimentos, educar a los niños y construir edificios. No dejaríamos de tener responsabilidades, pero lograríamos deshacernos de las cadenas capitalistas que someten nuestro tiempo. En ese caso, deberíamos preguntarnos cómo distribuirlo de forma adecuada para satisfacer las necesidades sociales y garantizar la autodeterminación de los trabajadores.
Todavía nos veríamos obligados a subvertir nuestros deseos inmediatos y espontáneos, pero lo haríamos por nuestro bienestar y no en beneficio de nuestros jefes. Los hospitales tendrían que funcionar 24/7 y el más mínimo decoro desalentaría conductas antisociales, como la de imponer nuestros gustos musicales a nuestros vecinos durante la madrugada. La meta no es promover los caprichos individuales —«hago lo que quiero cuando quiero»—, sino fomentar ritmos cotidianos que permitan el desarrollo de nuestras comunidades.
¿Nuestras vidas seguirían organizándose de acuerdo a semanas laborales y carreras profesionales? Algunas probablemente sí. Pero en vez de buscar constantemente el equilibrio entre la vida y el trabajo, tal vez lograríamos simplemente tener una vida, es decir, un tiempo en este mundo, un tiempo en que todas nuestras actividades —la amistad, la crianza de nuestros hijos, nuestras fantasías, nuestros dolores y nuestras alegrías— tendrían su merecido lugar junto al trabajo.
0 Comentarios