La proximidad de las elecciones presidenciales en Brasil y la visibilidad cada vez mayor de casos de violencia explícita contra adversarios del oficialismo dan cuenta de una nueva forma de hacer política donde el otro es enemigo y el objetivo es su eliminación de cualquier forma.
El asesinato de Marcelo Arruda, militante del Partido de los Trabajadores, en Foz de Iguaçu en una fiesta privada a manos de un fanático bolsonarista ganó amplia repercusión nacional e internacional. A pesar de las críticas y condenas por parte de líderes políticos y sociales, este es sólo uno de los muchos hechos violentos que vive Brasil en su mal llamada “normalidad política”.
Lejos de tratarse de un “enfrentamiento” entre facciones de dos extremos, como una parte importante de la prensa hegemónica se animó a describir el hecho, el asesinato de Arruda tuvo características de crimen de odio. La víctima estaba celebrando su cumpleaños en una fiesta privada con temática de Lula y el Partido de los Trabajadores, cuando el atacante interrumpió la celebración para amenazar de muerte a todos los presentes al grito de “acá es Bolsonaro”.
Luego de algunos gritos, el atacante se retiró del lugar tras las súplicas de su esposa, quien desde el auto de la pareja le gritaba para terminar con esa locura y salir del lugar. Con el miedo lógico tras las amenazas, Arruda, que era policía civil, buscó su arma de servicio para defenderse en caso de que el atacante volviera a cumplir con su palabra. Unos minutos después, el asesino volvió armado a la fiesta, disparó a quemarropas contra Arruda y fue derribado por la esposa de la víctima, tras lo cual Arruda le acertó algunos disparos, evitando así lo que prometía ser una verdadera masacre.
Desde que se conoció el hecho la única figura relevante de la política brasileña que no adoptó un discurso de repudio fue el presidente Jair Bolsonaro. En lugar de condenar la violencia, el mandatario buscó despegarse del hecho y acusó a sus detractores de querer responsabilizarlo por lo ocurrido, para lo cual no faltan motivos.
Bolsonaro llegó incluso a comunicarse con un hermano de la víctima oriundo de Río de Janeiro que no estaba presente el día del atentado y que según se supo es allegado a las ideas del presidente. En la llamada no hubo solidaridad alguna, sino más bien pretextos para despegarse del hecho y una invitación para participar de un acto de campaña que le sirviera al presidente para mostrarse cercano a la víctima sin dejar de pronunciar palabras de odio.
Desde antes de asumir como presidente, Bolsonaro hace uso de amenazas de muerte contra sus adversarios políticos de forma cotidiana y sin ningún tipo de pudor. Durante la campaña de 2018, el ahora presidente llegó a decir “vamos a fusilar a la petralhada”, en referencia a la militancia del PT, mientras sostenía un trípode que hacía las veces de un fusil.
Algunas semanas después, en Salvador, Moa do Katende fue asesinado con 12 facadas por un militante bolsonarista después de decir en un evento que votaría por Fernando Haddad en la segunda vuelta de la elección. Como en esta ocasión, el presidente tampoco prestó solidaridad a la familia de la víctima ni condenó la violencia de sus partidarios.
Hechos como estos se volvieron habituales desde la asunción de Bolsonaro, quien desde 2019 emitió 31 decretos para flexibilizar el porte de armas argumentando que las mismas son necesarias para defender a los ciudadanos de bien de los bandidos. No se trata de una frase aleatoria, sino de una filosofía que a las puertas de la elección parecen cobrar un sentido casi bélico. Desde la lógica bolsonarista, la violencia es una reacción a la amenaza que representa la posibilidad de que la izquierda vuelva a gobernar el país y es válida si con ella se puede evitar que eso ocurra.
En una de sus últimas declaraciones de este tipo, Bolsonaro criticó el apoyo que viene recibiendo el ex presidente Lula en su campaña. Según el presidente, Lula estaría reuniendo «todo lo que no es bueno» del ámbito político, pero que el lado bueno de esto era que «una granada los mata a todos».
La violencia expresada por el presidente encuentra eco no sólo en su militancia, sino también en sus aliados políticos, como es el caso del concejal Marcos Paccola en Cuiabá, capital de Mato Grosso. Además de ser acusado de ser miembro de un grupo de exterminio de la ciudad, Paccola responde un proceso disciplinario en la cámara municipal por amenazar de muerte a la militancia del PT en plena sesión legislativa. A su vez, enfrenta un pedido de anulación de su mandato por disparar y asesinar por la espalda a un policía militar de la ciudad.
En la medida que la elección se acerca y las encuestas no acompañan el deseo de Bolsonaro de continuar en el poder durante otros cuatro años, los discursos y hechos violentos aparecen cada vez con más frecuencia.
De seguir con una tendencia negativa, no sería extraño que la violencia adquiera cada vez más protagonismo en la estrategia oficial, que desde lo discursivo no sólo la justifica sino que redobla la apuesta al amenazar con un golpe militar en caso de que las urnas confirmen lo que anticipan las encuestas.
A pocos meses de los comicios y ante el actual panorama en el cual un sector de la sociedad se preparan para una guerra que hay que pelear con todas las armas al alcance, resulta urgente entender que la violencia y el caos se presentan como el objetivo final de la cruzada de Bolsonaro y su militancia contra la democracia brasileña.
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